Vanas promesas
En política, escribió Azaña, es disparate buscar un triunfo sin límites y una desgracia para el victorioso triunfar demasiado. Vencer por escaso margen, de modo que el adversario no sólo quede en pie sino que pueda disputar con posibilidades de éxito el siguiente combate, es una bendición para la sociedad en general y, como se acaba de comprobar, para la clase política en particular. Quizá una de las más benéficas consecuencias de un triunfo apurado consista en que los vencedores pueden renunciar, sin perder la cara, a las vanas promesas que irresponsablemente pregonan en las batallas por el poder.Los populares creyeron tener en las manos un triunfo sin límites, pero afortunadamante no triunfaron demasiado. Lo cual templó sus ánimos, les sumió en un silencio muy acogedor y les obligó a cambiar de lenguaje en cuestiones fundamentales que afectan a la estructura del Estado. Un triunfo excesivo habría extendido un clima de euforia en el que hubiera sido imposible el pacto con los nacionalistas catalanes y vascos. No haber triunfado demasiado les ha enseñado a amar a Cataluña y Euskadi y les ha facilitado la firma de un acuerdo cuyas primeras, consecuencias a la vista están: la tensión se ha relajado y los profetas de catástrofes han enmudecido.
Pero, al grito de caiga quien caiga y como si quisieran compensar su renuncia al prometido cierre del proceso autonómico, los populares se aprestaron a cumplir la otra gran promesa anunciada durante la campaña electoral: reducir drásticamente la dimensión del Estado suprimiendo altos cargos y cortando el gasto público. Ya que no podían cerrar el Estado porque otros son los que guardan las llaves del gobierno, al menos lo recortarían, ofreciendo a sus electores en una semana las siete cabezas de ese temible dragón en que se ha convertido la Administración pública. Propalaron la especie de que en la Administración se tiraba el dinero a espuertas y que existían nada menos que 5.000 o 6.000 altos cargos, fruto de un crecimiento elefantiásico derivado del clientelismo socialista, que ellos iban a suprimir de un tajo.
Cual no habrá sido su sorpresa cuando, al aterrizar en la Administración, se han percatado de las dificultades que entraña blandir las armas de un San Jorge airado y cercenar una sola de las cabezas del monstruo. Pues el Estado gasta mucho, cierto, pero más de la mitad se le va en lo social, o sea educación, sanidad, desempleo y pensiones; otra interesante porción se destina a lo que, amantes de la tradición, llaman ahora fomento, o sea inversión pública, y otra no pequeña, al sensible capítulo de la seguridad. Como nada de eso se puede tocar, los populares se han emperrado en reducir el gasto cuadrando una suma -200.000 millones, que suena como muy contundente- sin conocer los sumandos. Saben que reducirán el gasto; saben en cuánto van a reducirlo, pero andan tropezando unos con otros en la búsqueda afanosa de una víctima propiciatoria.
Y, como no acaban de encontrarla, lo único en el que el vicepresidente primero no ha desautorizado al flamante director de la Oficina Presupuestaria -ante la risueña mirada del vicepresidente segundo y ministro del ramo, que, al parecer, nada pinta en este entierro-, es en que hay que congelar las plantillas de funcionarios y sus sueldos. Renuncian a cortar la cabeza del dragón, pero prometen mantenerlo a raya. Pues sea, pero a condición de que escriban 50 veces en la pizarra que en España el personal al servicio de las administraciones públicas sigue por debajo de la media europea y que el 40% se dedica a dar clase a niños y jóvenes y a curar a los enfermos. En resumen, que el ahorro previsto se reducirá a que docentes y sanitarios, además de jueces, policías, militares, bomberos y otras gentes con las que no hay que firmar pactos de gobernabilidad- vivirán congelados mientras dure el ajuste. Para ese viaje, la verdad, más valía no haber prometido nada.
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