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Jabalíes cansados

No sé ustedes pero yo estoy cada vez más rodeado de cansados. Ojeras que sólo empiezan a ser personas después de atizarse un par de cafés de los de serenar a un borracho.Durante un tiempo busqué razones, como un médico. Observé que el fenómeno se agudiza en primavera, ataca a quienes trabajan desde hace años, y no parece remitir después de una simple fuga de cuatro días de tenis, playa y copas en cualquier hotel de mármol de la costa. Y mis primeras conclusiones fueron de una obviedad provocadora, por la que me excuso: la vida española, pensé. Aquí no dormimos y comenzamos a trabajar como alemanes.

Obviamente también, esto no es cierto: Busque a alguien en su trabajo en Hamburgo e intente lo mismo en Azca, por ejemplo. Aquí -y si esta es una comparación, no está claro para quién resulta odiosa- aquí por lo general estamos desayunando, o reunidos, o aún no hemos vuelto de comer. Lo que no me parece mal. Ni bien. Es sólo para demostrar que no trabajamos como alemanes.

En cuanto a que no dormimos... aproveche usted porque de momento el Madrid nocturno permanece abierto también entre semana: gracias al mayor televicio de occidente (3,5 horas al día), los bares de diseño que los viernes rebosan gente como espuma de cerveza, los martes están desiertos. Las películas inalcanzables los fines de semana se pueden ver los lunes sin casi comedores de palomitas en la banda sonora. En los teatros te hacen rebajas y te invitan a una copa en los camerinos. Que no se sepa, pues con los tiempos de eficacia que se avecinan son capaces de apagar las luces y poner puertas en las calles, pero Madrid de noche (entre semana) comienza a tener el encanto de los teatros de vanguardia, desiertos, en penumbra y con un espacio rumoroso donde parece que pueden pasar cosas.

De modo que de vida española nada. Creo que más bien tiene que ver con la eficacia. He llegado a esa intuición a raíz de un viaje a la Inglaterra profunda: la de los ciudadanos de cercanías, que viajan más de dos horas diarias. No sin inquietud descubrí que tienen las mismas bolsas bajo los ojos y también se inyectan cafeína para poder arrancar. En la tediosa mecedora de los trenes descubrí que: a) lo que más añoran de España es la siesta, aunque nunca hayan venido, y b), que los ingleses de 1996 trabajan como galeotes. No es poca sorpresa (nadie se salva del tópico) descubrir que los ingleses profesionales de hoy no son los diletantes de la mitología sino pobres seres acosados por una mayor caída en los precios de las casas que en las hipotecas que les mantienen en ellas bajo arresto (¿les suena?). Sobre todo, gente tan asustada por la posibilidad de quedarse sin empleo que acaparan los que pueden y, como inmigrantes de países del sur, hacen hoy el trabajo a destajo (el más abundante) que venderán en seis meses. O sea, en el sector servicios (profesores, periodistas, actores, traductores y demás), gente que, como trabaja sin pausa para cuando venga la reducción de empleo -y según los periódicos, siempre termina por llegar-, hace varios años que no toma más vacaciones que los puentes, y sólo para recuperar y poder seguir. Una amiga mía lleva tres grandes oficinas de prensa, escribe crítica de arte semanal, da conferencias sobre poesía y, últimamente, escribe crónicas vividas de deportes raros. "Estoy exhausta", me dijo la última vez que hablé con ella. También estaba magullada por un guantazo de boxeo. No todo es inocente, claro. Tan cercana como el alcoholismo, ahí está, visible como un cuervo, la adicción al trabajo. O sea gente pasada de vueltas que no puede parar. O no quiere. Simplemente no le gusta lo que ve más allá de su despacho.

Comenté estas impresiones con John Berger, un inglés que vive fuera desde hace 36 años, en lo alto de una montaña francesa. Él había observado lo mismo. La competitividad, describió, ha terminado por esculpir un tipo de persona que antes no existía: cuello encogido, ojo duro, mandíbula encajada, actitud de vencedor. Corno un jabalí. De modo que ahora, cuando veo ojeras, miro un poco más de cerca a ver si noto los bultitos de los colmillos de leche.

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