Carolingios y jacobinos
Desde sus orígenes en la Francia revolucionaria, hace poco más de 200 años, el jacobinismo se caracterizó por el afán de unificar el espacio estatal en un molde único, central, parisiense, y por querer hacerlo en nombre del progreso, de la libertad y de la modernización. Quienes convirtieron la Francia de 1789 -un patchwork mal cosido al azar de bodas reales, adquisiciones y conquistas- en la Grande Nation una e indivisible no concebían la diferencia más que para rechazarla a las tinieblas del fanatismo. En su sistema ideológico, fraternidad significaba homogeneidad identitaria, y las "desviaciones" (lingüísticas, jurídicas, fiscales u otras) de la "norma nacional" eran percibidas, en el mejor de los casos, como vestigios del os curantismo y del atraso rústicos; en el peor, como recovecos donde anidaba la reacción de vendeanos y chuanes. Por tanto, esas diferencias debían ser barridas -y lo fueron- a gol pe de prohibición, cuando no a cañonazo limpio.El jacobinismo español nunca fue capaz de poner en marcha una revolución-bulldozer como la francesa. Pero, sobre todo, los intentos de trasplantar a la España del siglo XIX el modelo uniformizador galo chocaban con un obstáculo estructural: en la Península, el esquema de un centro próspero, expansivo, innovador, que con su dinamismo acaba por atraer y asimilar a las periferias arcaicas y pobres, el esquema París-provincias, era casi el negativo de la realidad. Aquí, fueron las periferias los motores del cambio (recordemos Cádiz, recordemos la geografía de los pronunciamientos liberales bajo Fernando VII). Y entre esas periferias había una, Cataluña,, donde a la vieja identidad distintiva de orígenes medievales se sumaba, desde mediados del siglo XVIII, una profunda transformación económica, social y, a medio plazo, política que solemos compendiar en expresiones como "capitalismo industrial", "sociedad burguesa'." "movimiento obrero", etcétera.
Resumiendo, la debilidad el Estado centralista por una arte, y por otra la solidez identitaria de una Cataluña que no sólo hablaba distinto, sino que producía distinto y tenía aspiraciones diferentes, en general más evolucionadas, hicieron fracasar en España la fórmula centrípeta del jacobinismo. Por ejemplo, ¿cómo podían los jefes políticos, más tarde gobernadores civiles, ser a la manera del prefecto francés los catalizadores del progreso material y moral en la Barcelona del XIX si -como explica la excelente tesis del historiador Manuel Risques- se trató casi siempre de oscuros servidores de un partido, con mandatos breves y medios insignificantes, dedicados sobre todo a reprimir y a manipular elecciones? ¿Qué prestigio, qué poder de seducción iba a tener "Madrid" sobre los catalanes, con esos representantes?
Sin embargo, la frustración práctica del proyecto jacobino no supuso su desarme teórico, bien al contrario. Muchos liberales -no todos-, partidarios de la nacionalización del Estado en el molde castellano siguieron considerando que cualquier resistencia a ese proceso, que cualquier particularismo -para contraponerlo al radiante universalismo de los nacionalistas de Estado- era forzosamente la expresión de un rechazo de la modernidad, de un anhelo regresivo, cuando no de un siniestro compló clerical. Durante décadas, el arraigo del carlismo en algunas de esas periferias contumaces -aunque no sólo ahí- les proveyó de argumentos, pero el prejuicio ideológico no ha cesado hasta hoy. Basten dos ejemplos: el craso error del jacobinismo republicano negando entre 1931 y 1993 el Estatuto vasco por el temor a que una Euskadi autónoma fuera a convertirse en "un Gibraltar vaticanista"; o la obsesión actual de tantos analistas con el obispo Setién.
Para el caso de Cataluña, el cliché del particularismo reaccionario tenía alguna verosimilitud un siglo atrás, a la luz de los textos de Torras i Bages, bastante menos en los días hegemónicos de la Lliga y ninguna ya en los años treinta, cuando el catalanismo aparece plenamente compenetrado con los valores liberales y democráticos. Después del tratamiento de choque infligido por la dictadura franquista, y a la vista del perfil sociológico que hoy presenta el nacionalismo catalán, de sus posiciones programáticas y sus estrategias políticas, seguir considerándolo una expresión ultramontana y antimoderna es, sencillamente, ridículo.
Pero, como reza el viejo axioma periodístico, "no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje". Así debió razonar el profesor Javier Varela al escribir (EL PAÍS, 1 de mayo de 1996) su impagable artículo Jordi Pujol y la Marca Hispáníca, en el que, so pretexto del uso -o abuso- que el presidente de la Generalitat hace de los orígenes franco-carolingios de Cataluña, arremetía sin mesura contra la fundamentación mítica o inventada, la carga teológico -clerical y, en definitiva, el carácter antiliberal que, según él, impregna al nacionalismo pujolista.
Ni Jordi Pujol, ni un servidor, ni -según creo- Javier Varela somos medievalistas especializados en -los siglos IX y X. Alguno hubo, ni convergente ni demasiado catalán-Joseph Calmette (1873-1952)- que situaba en la Marca Hispánica "el acta de nacimiento de Cataluña", pero, expertos ulteriores y de mayor autoridad han rebatido sus tesis y, por mi parte, lo admito sin rechistar. Sin embargo, no me parece que fuera un prurito de erudición alto-medieval, sino un afán polémico de presente, lo que motivó a Javier Varela a redactar su contundente alegato.
Pues bien, en este último terreno, me permitirá decirle que quizá la Marca Hispánica nunca existió, pero que Cataluña sí existe, y no como "nación marginada" en las lucubraciones del señor Pujol, sino como nación política que se expresa en la tenaz y plural voluntad de sus habitantes, en esa "sociedad civil propia" que glosaba días atrás en estas mismas páginas Enrique Gil Calvo. Y eso, sea cual sea el grosor de sus raíces carolingias, debería merecer el respeto de cualquier demócrata aunque excite -ya lo comprendo- algunas -rancias pulsiones acobinas.
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