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Agonía y éxtasis

Como armarse de valor para luchar contra el cansancio

Correr 42,195 kilómetros es una barbaridad. Y claro que se pasan momentos malos. Después del kilómetro 30 es fácil vivir una auténtica agonía, porque se acaba el glucógeno -que es como la gasolina- de los músculos, sobreviene el cansancio y se bloquea el cerebro. De repente, correr deja de ser divertido. Entonces hay que echar mano de todos los recursos para sacudirse las tentaciones -"y si me hago el muerto, viene una ambulancia, y me lleva tumbadito hasta la meta"- y no abandonar.El acto voluntario de correr una maratón no esconde ningún aspecto de autoinmolación, sino la de vivir una experiencia única y siempre emocionante, producto del éxtasis en el que se entra durante los últimos 500 metros de la carrera.

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6.000 corredores se enfrentan al maratón

Todo en esta prueba es preparar el camino para alcanzar el fin supremo, la meta. Lo anterior apenas cuenta. Realmente, uno se prepara durante meses no para correr la maratón, sino para soportar los descomunales entrenamientos que hay que realizar entre 15 y 20 días antes de la carrera: más de 100 kilómetros semanales, sesiones diarias de 30 kilómetros, precedidas de otras de 10 a toda velocidad. No hay tiempo para el descanso ni para el disfrute, sino para mejorar la resistencia que luego nos permitirá aguantar los 42,195 kilómetros de la maratón.

Recordar tanta fatiga pasada se convierte en conjuro para rechazar la invitación a abandonar cuando llega la agonía. Por supuesto que duelen las piernas y se obnubila la mente en el tránsito por ese umbral de los límites conocidos. Incluso la muerte acecha, pero jamás se piensa en que acuda, como tampoco viene al- recuerdo mientras uno corre para coger el autobús. Todos los que participamos en la maratón sabemos que el sufrimiento durante la carrera existe y que lo vamos a padecer, pero puede más la curiosidad de saber qué es lo que hay más allá de las fronteras físicas normales.

Traspasar esa puerta conduce la visión de los metros finales y la algarabía de la meta, que se convierten en las puertas del cielo. Alcanzarlo bien ha merecido la pena.

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