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Tribuna
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Morir de dulzura

Hollywood, con esa capacidad que ha tenido siempre para la introspección y la magnificación de lo propio, ha convertido en tópico la figura de la vieja actriz, decadente pero todavía rebosante de recuerdos de pasados triunfos, que pretende reverdecerlos con una reaparición fulgurante sobre los escenarios. En realidad, su memoria le hace olvidar patas de gallo demasiado obvias y arrugas que no son producto de un mal gesto, sino del paso inexorable del tiempo. La rutilante estrella de otros tiempos, a base de manías y de vestidos procedentes de etapas paleozoicas de la moda, no rememora con nostalgia al pasado, sino que resulta patética en su. deseo de volver a él. En esas condiciones, el guión cinematográfico conduce de forma inexorable a la tragedia: en Sunset Boulevard, por ejemplo, la vieja gloria del cine mudo acaba asesinando al amante que quiere abandonarla. Aunque parezca un saco de pequeñas ambiciones y mezquindades, la joven promesa se impone, aunque de sobra se sepa que, con el paso del tiempo, habrá de sufrir idéntico ciclo de decadencia.En el escenario de la política española los focos están dirigidos ahora a la joven actriz cuyo valor todavía necesita ser demostrado. En el transcurso de las semanas, desde la celebración de las elecciones, Aznar ha ocupado el escenario, pero todavía no hemos pasado de los primeros planos de su actuación. Es probable que haya testimoniado mejores capacidades para la discreción y la imaginación en el proceso negociador que para hacer declaraciones públicas. Pero ha sabido de sobra contener la irritación de algunos de los afines, tanto más volcánica cuanto que condenada al silencio, y ha sido capaz de adaptarse a una situación que le coge con el pie cambiado. De nada sirve dar por supuesto, sin razón que lo justifique, que el pacto va a ser más sencillo que en 1993. Lo que puede convertirse en primer triunfo de la joven actriz es conseguirlo de un modo estable cuando es objetivamente mucho más complicado.

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Pero, si de momento un crítico no podría llegar a una conclusión definitiva, en cambio, aunque los focos no le iluminen, algo sí podría decir de la vieja gloria. Supongo que para cualquier profesional de la vida pública la comparación con la Gloria Swanson de Sunset Boulevard -y más todavía teniendo en cuenta su desastrado final- parecerá ofensiva, pero nada más lejos del autor de estas líneas. Cualquier juicio sobre González ha de partir de su excepcionalidad como político y no sólo como pedagogo. La prueba de ello no sólo la tenemos en momentos puntuales de su actividad política o en su manifiesta superioridad sobre el resto de los dirigentes socialistas. A un político, como a un personaje histórico, se le mide en su valía por el procedimiento de imaginar cuáles habrían sido los destinos colectivos si él no hubiera existido o actuado. González figura en el puñado de los que quedarán en la Historia del último cuarto de siglo.

Su misma actuación tras las elecciones merece un juicio matizado. Ese género de mitin poselectoral, que ha practicado desde entonces puede ser interpretado como un testimonio de reafirmación de liderazgo y siempre ha estado por encima de esas incontinencias verbales de- alguno de los suyos que ahora parecen querer profesar en la orden del jimenezlosantismo en materia de organización territorial del Estado. Pero es digno de preocupación que considere que es el candidato de su partido hasta el final de los siglos y que practique el más riguroso de los mutismos respecto de sus evidentes necesidades de renovación. Lo lógico -y lo beneficioso para los españoles- sería. que pastoreara la selección de un heredero.

Los políticos suelen atribuir los resultados electorales más a méritos propios que a deméritos del adversario. El regocijo de una parte de la sociedad española por los resultados no debiera equivocar al ex presidente del Gobierno. Nace del peaje de compromisos al que se obliga a Aznar más que de la confianza en su contrincante. No hace falta ser tortuoso para pensar que una parte del- voto a González le ha sido concedida a condición de que no triunfara. Y, si batió el récord de duración de Thatcher, haría falta ser un Churchill -o una gestión catastrófica del adversario- para que se concediera una nueva oportunidad.

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