Marruecos, España y el turno de partidos
La celebración en Tánger del centenario de la muerte del padre Lerchundi coincide con un momento clave de las relaciones hispano-marroquíes: el del relevo del Gobierno. Como hace 100 años, el turno de partidos plantea no pocas interrogantes en la acción exterior, en la que, hoy como entonces, Marruecos sigue teniendo un peso especial. Ya dijo Manuel Azaña en 1923 que "ciego estará (ciego de soberbia) quien no advierta que los moros influyen en España mucho más que los españoles influimos en Marruecos". Comentario que sigue siendo realidad tres cuartos de siglo después.La figura del padre Lerchundi merece un recordatorio en esta efeméride. Franciscano vasco, misionero en Marruecos entre 1862 y 1896, filólogo arabista, autor de la primera gramática científica del árabe vulgar marroquí, partidario de cuantas reformas pudieran hacer del imperio cherifiano un vecino próspero y orgulloso de su independencia, el padre Lerchundi fue bisagra imprescindible entre el sultán Hassan I, que contó con su amistad, y el Gobierno español, muy en especial de la figura liberal de Segismundo Moret. Siendo prefecto de las misiones en Tánger fue intérprete en varias embajadas españolas en Marruecos o del sultán en Madrid e introductor del embajador Mohamed Torres ante el papa León XIII con motivo de la embajada que el soberano alauí le envió en 1888. Pero su trabajo cotidiano se centró en la modernización de la infraestructura de la capital diplomática de Marruecos, Tánger: fundador de una escuela de medicina, del primer hospital público de Marruecos, de numerosas escuelas modernas primarias y secundarias, promotor de viviendas sociales para la creciente población española indigente que se agolpaba a fines de siglo en una ciudad en cuyo catastro se podían encontrar, linde con linde, las huertas de Sidi Mojtar, Benchimol, Perdicaris o Frasquito el Sevillano. A la muerte del padre Lerchundi, musulmanes, judíos y cristianos de la localidad se disputaron los honores a rendir a su figura, que era, al fin y al cabo, de todas las comunidades.
La cuestión central de la política de Marruecos en su tiempo se centraba en tomo a qué apertura efectuaba el país hacia las voraces pretensiones de las potencias de la época y qué grado de modernización estaba dispuesta a aceptar su sociedad. En España concurrían dos actitudes contrapuestas: la que veía ligado nuestro propio desarrollo a una expansión comercial por el viejo imperio, aun a riesgo de chocar con la política de statu quo imperante por entonces, y la que consideraba el recogimiento y el olvido de la acción exterior como la mejor manera de afrontar los problemas internos. Fueron los liberales los defensores de la primera actitud, y no tuvo Lerchundi un papel menor en convencer a Moret de que el porvenir de España estaba ligado a una trama de intereses comunes con nuestro vecino del sur que estabilizase esa frontera. Junto a estas visiones coexistía una tercera que preconizaba el intervencionismo puro y simple, en revancha ni más ni menos que por una ocupación musulmana de España durante ocho siglos. Y si en. la España de Lerchundi esta posición era testimonial, acabaría abriéndose paso años más tarde en el militarismo que copó buena parte de la ideología africanista de principios de siglo. Intervencionismo presente en la colonización del norte marroquí, que no logró, sin embargo, desmentir el comentario de Azaña.
Desde la independencia de Marruecos en 1956, las relaciones hispano-marroquíes fueron languideciendo hasta la ignorancia. La reducción de la influencia lingüística y cultural en el norte del país fue una buena prueba. Las secuelas de una descolonización por etapas y la pervivencia de contenciosos territoriales (reivindicación de Ceuta y Melilla) contribuyeron a un deterioro profundo de las relaciones. España, cogida entre los dos fuegos de la tensión argelo-marroquí originada por el conflicto del Sáhara occidental, sólo salió de este círculo vicioso a partir de la política de equidistancia magrebí que instaurase el ministerio de Morán.
Sin olvidar a Argelia, Marruecos se convierte en un polo mayor de nuestra estrategia exterior, plasmada en una política de diálogo con el vecino reino que, a pesar de las tensiones pesqueras y de conflictos sectoriales concretos, es sensible a este cambio de actitud. Para la élite marroquí, España es el tercer país valorado, tras Alemania y Japón, y justo por delante de Francia, según una encuesta elaborada por Idequation para la revista Chu'un Magribiya (número 4, febrero), que dirige Muhammad Larbi Messari. Valorada sobre todo por lo que perciben como nuestro doble éxito, la evolución económica y la transición política.
La visita de Felipe González a Rabat en vísperas electorales ha dejado constancia de que ligar el desarrollo económico de Marruecos al nuestro propio y al porvenir de nuestros intereses es una opción estructural. Las reacciones por parte del PP y de IU en contra del anuncio de la condonación del 10% de la deuda estuvieron motivadas por objetivos electoralistas, sectoriales, sin ninguna visión de Estado. Esto ha contribuido a empañar en Marruecos una imagen del PP no demasiado robusta a pesar de la visita que Aznar efectuó hace un año. Que el programa electoral del PP proclame que "los países del Magreb deben ser objetivo preferente" y que en su estabilidad "se encuentra parte importante de nuestra propia estabilidad" no resta el temor de que pueda instalarse en el palacio de Santa Cruz una visión excesivamente secundaria del Mediterráneo, motivada por una dramatización excesiva del "peligro islámico". La propuesta frente a éste de "búsqueda de cauces imaginativos" esconde una falta de programa que puede condicionar los logros alcanzados en la relación global con Marruecos, incluidas las políticas de cooperación, de intercambio económico y de inmigración. Una vez más, como hace 100 años, la polémica se centra en si nuestro porvenir como país mediterráneo está vinculado al desarrollo de Marruecos, en si el camino trazado por las 600 empresas españolas instaladas en Marruecos es una aventura pasajera o el arranque de una política estructural que ligue más estrechamente nuestros mercados (en la vía hacia una zona de libre comercio) y nuestros intereses comunes. Hace 100 años, Joaquín Costa ya decía que lo que a España interesa "es que al otro lado del Estrecho se constituya una nación viril, independiente y culta, aliada natural de España, unida a nosotros por vínculos del interés común como lo está por los vínculos de la vecindad y de la historia".
En este siglo transcurrido los marroquíes han aprendido a conocemos mucho más que nosotros a ellos. Han valorado una imagen positiva de España a pesar de que no hemos hecho lo suficiente para resaltar todo lo que nuestro modelo encierra de positivo para Marruecos, entre otras cosas un perfil de país plural y multicultural. En cambio, sólo hemos sabido promover entre nosotros una imagen negativa de Marruecos, olvidando que es un país con una férrea voluntad de modernización, a pesar de los déficit de desarrollo económico, político y cultural. Es evidente que esa modernización no se hará realidad sin la conjunción tanto de una responsabilidad interior para favorecer cambios democráticos y transparencia como de un apoyó exterior, económico y cultural para que se hagan realidad. Es ahí donde tenemos un papel que desempeñar como el más cercano vecino a la vez europeo y mediterráneo.
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