Bolsas
Sobrecogida por la tragedia del Real Madrid -domingo y lunes por la noche me metí una sobredosis de tertulias radiofónicas que más parecían una representación del Rey Lear a cargo de los niños cantores del colegio de San Bernabéu- cuando estos ojos que, por culpa del ordenador, no voy a poder legar ni a la Fundación Apaños Frankenstein, cayeron -qué digo cayeron: rebotaron y, de vuelta, se me pusieron por moño- sobre la noticia de que la creación de empleo provoca una fuerte caída -ésta, sí- de la Bolsa en Wall Street. No es que a mí la economía me diga mucho, me refiero a la Economía con mayúscula y macrointenciones, pues bastante hago con tratar de descifrar todos los meses el mensaje de mi nómina. Pero las dos palabras mágicas, Wall y Street, sí que me ofrecen alicientes, pues, gracias al cine y a unas cuantas visitas turísticas, he podido comprobar que en semejante barrio gesticula un número de buitres directamente proporcional al tamaño de las banderas norteamericanas y los retratos presidenciales que santifican el recinto.Cuando, hace poco, estuve en California, e inquirí a mis amigos de allí por sus previsiones acerca de quién ganará las próximas elecciones presidenciales, ellos -que son como yo: es decir, nunca votarían a Dole, y a Buchanan le darían una patada en el sacro- me dijeron que Clinton, aun no siendo el desideratum, ha creado no sé cuántos millones de empleos en el país. Me quedé contenta por ellos, que me dijeron que el dinero se mueve, que la gente se encuentra más motivada, que los pequeños negocios florecen.
Y ahora, este palo. Los Michael Douglas de Wall Street con un cabreo de no te menees -lo cual suele anunciar oveja muerta-, y el señor Dow Jones, de penitente, y a punto de venirse a tomar las amargas aguas de Carabaña von Kant.
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