El dilema europeo
En la reciente cumbre europea de Turín han sonado las alarmas sociales y económicas: un alto nivel de paro parece convertirse en un rasgo estructura¡ de las economías europeas, crézcase o no. Y como el paro afecta a distintos grupos de forma selectiva, por edad (los jóvenes), por sexo (las mujeres), por educación (los no universitarios), por regiones (las más atrasadas), su permanencia abre grietas profundas en la cohesión social.Más aún: el paro acrecienta la crisis del Estado de bienestar al incrementar la necesidad de cobertura social del desempleo y sus corolarios; por ejemplo, el deterioro de la salud. Y la crisis del Estado de bienestar, con capacidad decreciente de asumir sus obligaciones, hace el paro aún más angustioso. La combinación de los dos fenómenos pone en cuestión la trama económica y social sobre la que se ha construido la Europa del último medio siglo.
Ahora bien, ¿por qué, si el problema está perfectamente identificado, se hace tan difícil su tratamiento? En parte, por errores de diagnóstico. Y en parte, porque pocos gobernantes se atreven a poner el cascabel de los intereses nacionales al gato de la economía global, no sea que el gato se haya hecho tigre y su zarpazo hunda los mercados financieros y la hacienda del país.
Por un lado, contra toda evidencia empírica, continúa repitiéndose el ritornelo de que son las nuevas tecnologías las que eliminan empleo. Éste es un tema favorito de algunos dirigentes socialistas que inexplicablemente continúan siendo influidos por las tonterías que desde hace algunos anos repiten el filósofo Adam Schaff y las eminencias del Club de, Roma. La realidad es que las economías con mayor potencial tecnológico y mayor difusión de nuevas tecnologías, Estados Unidos y Japón, tienen un bajo nivel de paro, en tomo al 5,5% y al 3,2%, respectivamente. En Estados Unidos, en los últimos tres años, se han creado más de ocho millones de nuevos puestos de trabajo. Y, en contra de lo que supone otro mito sobre el empleo, el 60% de estos puestos de trabajo son de profesionales y técnicos, siendo así que la proporción de dichas cualificaciones en la estructura ocupacional es de un 35%, o sea, que se está incrementando el nivel medio de cualificación con los nuevos puestos de trabajo ligados a la economía informacional. Una cuestión distinta, y esencial, es el tipo de estabilidad del puesto de trabajo, así como el nivel de salarios y prestaciones sociales de estos empleos. En efecto, lo que caracteriza al nuevo sistema es la flexibilidad de producción y empleo, la subcontratación, la temporalidad, el trabajo a tiempo parcial y, en promedio, un menor nivel de remuneración y de protección social. En el conjunto mundial hay un incremento espectacular en la creación de empleo industrial y urbano, debido fundamentalmente al extraordinario ritmo de crecimiento de Asia (y no sólo de los famosos tigres), en donde vive el 66% de la población mundial. Así, mientras que el empleo industrial ha decrecido en los países de la OCDE (siendo sustituido por empleos de servicios), en el conjunto del mundo, en el último cuarto de siglo, el empleo industrial ha aumentado en un 72%, según datos de la OIT. También es cierto que una buena parte de ese empleo es en condiciones de escasa protección social, con flexibilidad extrema y, frecuentemente, con altos niveles de explotación. Pero son puestos de trabajo. Lo que sí está ocurriendo es la desaparición del modelo de trabajo estable, con una carrera profesional predecible, en la Administración o en la empresa. Estamos en un mundo de redes inflexibles y trabajadores móviles, en el que hay trabajo en abundancia, pero para quienes puedan adaptarse a esa movilidad y a esa flexibilidad. La realidad, la dura realidad, es que no hay problema de paro en el mundo, sino en Europa. Y que ese problema surge de la convicción de la mayoría de los europeos de que su modelo de trabajo y de bienestar social es muy superior al que vive el resto del mundo. Convicción con la que estoy plenamente de acuerdo. Pero la contradicción surge cuando Europa quiere mantener su inserción en la economía global al tiempo que disfruta de las condiciones de trabajo y bienestar muy superiores a las del resto del mundo. No hace falta ser economista para entender que competir en los mismos mercados y en los mismos productos con una estructura de costes laborales y sociales muy superior conduce a la catástrofe, o sea, a limitar la creación de puestos de trabajo en Europa: en la Unión Europea, la única creación de empleo neto durante la década de los ochenta se produjo en el sector público.
Pero ¿estamos realmente ante una economía global? Es cierto que las importaciones europeas de países de fuera de la OCDE son muy limitadas. Pero este consabido argumento no responde a los problemas de la competitividad europea por cuatro razones: porque no se trata sólo de los competidores asiáticos, sino de Estados Unidos y Japón; porque, aunque el nivel de importaciones sea bajo, su tasa de crecimiento es muy alta; porque las empresas se organizan cada vez más en redes a escala mundial, en las que las transacciones intrarredes, invisibles en las estadísticas de comercio, son esenciales, y porque las empresas europeas también compiten en los mercados mundiales. Europa podía mantener su diferencial de costes cuando su nivel de productividad y la calidad del producto (en bienes y servicios) eran tan superiores a las de los países de nueva industrialización que los costes inferiores en otros países no compensaban el diferencial tecnológico y de gestión. Pero esta situación está superada. Los productores asiáticos y latinoamericanos, en parte gracias a las nuevas tecnologías, han alcanzado altos niveles de productividad y de calidad, con muy inferiores costes laborales y sociales. Y a través de redes de empresas han penetrado profundamente en el mercado europeo, así como en los otros mercados mundiales. La excepción de este análisis parece ser Japón, con un sistema de seguridad de empleo, altos salarios y aceptable protección social. Pero, en realidad, Japón funciona con un mercado de trabajo segmentado, en el que una tercera parte de los trabajadores tiene seguridad de empleo, protección social y altos salarios, mientras que en tomo a un 40% (la mayoría, mujeres) son trabajadores a tiempo parcial, con un 60% del salario medio, sin protección social y sin seguridad de empleo. El genio japonés es evitar la división de la sociedad reuniendo en el seno de una sólida familia patriarcal al trabajador estable (el hombre) y al inestable (la mujer), mientras dure...
¿Cómo podemos pensar los europeos que podemos estar plenamente integrados en una economía mundial disfrutando de cuatro semanas de vacaciones pagadas y 14 días festivos al año, además de los fines de semana, mientras los otros países tienen como media siete días de vacaciones (Japón), dos semanas (Estados Unidos) o unos pocos días (la mayor parte del Asia en vías de industrialización)? ¿Somos tanto más listos y eficientes que los demás que, en base a una historia de luchas sociales, podemos constituirnos en eternos privilegiados?
La única solución viable para Europa, si realmente quiere mantener sus actuales instituciones laborales y sociales, es una secesión de la economía global. El mercado de una Europa plenamente integrada es suficientemente amplio para mantener un alto ritmo de crecimiento económico y generar empleo, sobre todo reduciendo el tiempo de trabajo, en línea con la evolución histórica de reducción de jornada. La base tecnológica y el nivel educativo europeos permiten asimismo asegurar un sistema productivo eficiente, de modo que lo que muchos países de Asia o América Latina no pueden contemplar como alternativa sí es una posibilidad factible para una Europa unida. Ciertamente, la integración electrónica de los mercados financieros mundiales hace que el capital europeo pueda ser invertido en cualquier lugar del mundo. Pero el atractivo del mercado europeo, una vez establecida una sólida protección aduanera, es suficiente para asegurar un nivel de inversión aceptable.
La posibilidad de una "fortaleza europea" es anatema para los ideólogos del libre comercio y para las redes transnacionales de empresas que son las auténticas beneficiarias de la movilidad irrestricta de capital, bienes y servicios. Sin embargo, no se puede a la vez mantener la apertura de la economía en el nuevo sistema global y la permanencia de las instituciones laborales y sociales sobre las que se construyeron las sociedades europeas del siglo XX. Hay que elegir. El dilema europeo es que no se puede continuar siendo a la vez trabajador europeo y. ciudadano del mundo.
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