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Santidad y turismo

Las procesiones de la Semana Santa madrileña empiezan en las autopistas, caravanas de procesionarias metalizadas que cumplen con su cuota penitencial recorriendo puntualmente las estaciones de su vía crucis de asfalto, lenta y paciente procesión de penitentes orugas que renuevan cada año su promesa de peregrinar a la costa en tan señaladas fechas, prosternándose en cada encrucijada del camino para dar paso a nuevas oleadas de pecadores, todos a la busca de una mínima y efímera parcela de paraíso para crucificarse al sol, deidad nutricia que premia a sus pálidos fieles ocasionales con quemaduras de diversos grados.La oferta de vía crucis turísticos se multiplica; hoy cualquiera puede escalar su Gólgota en el Himalaya con sherpas cirineos, hacer de la Quinta Avenida su calle de la Amargura, o ser traicionado a cambio de 30 monedas, en cualquier parte del mundo, por judas disfrazados de guías nativos, taxistas iscariotes, camareros, recepcionistas de hotel, policías y funcionarios corruptos, incluso por delincuentes profesionales especializados en turismo de masas. Pero hay una tercera vía vacacional, que es la primera por antonomasia, la ruta, cada vez más transitada por los buscadores de sensaciones fuertes, de la Semana Santa pata negra, una ruta jalonada por múltiples y legítimos vía crucis penitenciales con sus ritos y sus fastos: tremendas procesiones de la España católica y profunda con su cortejo de disciplinantes descalzos, encadenados o cargados con leños descomunales, flagelantes de espaldas atormentadas, insomnes tambores redoblando sin tregua en dramática barahúnda, sombríos encapuchados, custodios de dorados y ornamentados tronos consagrados a patéticas imágenes ensangrentadas, crucificadas, traspasadas de puñales, inundadas de lágrimas, paseadas entre cánticos y silencios, aires funerales y aullidos tribales.

Sevilla, Zamora, Valladolid, Lorca, Cullera, Benidorm, Marbella, Nueva York, Cuba, Port Aventura o Disneylandia. Todos los caminos llevan al éxodo y Madrid se vacía, aunque, en un contubernio artístico-turístico-comercial, trate de repoblarse con una Semana Santa goyesca, urdida alrededor del 2,5 centenario del pintor de Fuentetodos, discreta Iínea en el bingo de las efemérides con las que nutren su calendario cultural las instituciones que han convocado al inmortal artista para salvar la temporada. Pero ni las majas de Goya, por sí mismas o en colaboración con Tita Cervera, viuda de Tarzán, liberta de Espartaco y mecenas consorte, se bastan para repoblar el desierto urbano de la villa y corte en estas fechas.

Parece mentira que nuestro piadoso alcalde, Álvarez del Manzano, tan sensible a cuantos asuntos se refieren a la edificación de las almas y de los solares urbanizables, no haya reparado en la secular pobreza de la Semana Santa capitalina y elaborado en consecuencia una programación a tono con la oferta de plazas hoteleras y hosteleras de la ciudad. Con un poco de imaginación y una considerable dosis de "santa vergüenza", la Semana Santa madrileña podría competir en condiciones de igualdad con la de Sevilla. Para conseguirlo no habría más que trasvasar algunas partidas de los presupuestos culturales y sociales a la creación de cofradías y hermandades de nuevo cuño y esmerado diseño, a la financiación de nuevos pases penitenciales tallados por imagineros de vanguardia y de trajes de nazareno ideados por maestros del prét-á-porter en tejidos y colores de moda. Habría que desdeñar por supuesto el patrocinio publicitario de las diferentes cofradías, que podrían lucir los logotipos de sus patrocinadores en sus hábitos o incorporarlos a pendones y estandartes. El paquete completo se negociaría con las diferentes cadenas de televisión interesadas en la retransmisión de los eventos.

La tradicional procesión del silencio se sustituiría o completaría con una procesión del estruendo, un desfile motorizado de cofradías automovilísticas que harían sonar sus cláxones y sus sirenas para ejemplar mortificación de los fieles, y el último día, como colofón de tan magnífico espectáculo, se daría salida a una gran maratón penitencial y popular con atletas descalzos que cubrirían más de cuarenta kilómetros de circuito urbano con la cruz a cuestas.

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