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Sistema electoral y gobernabilidad

Los partidos suelen interpretar los resultados electorales, sean cuales fueren, como una victoria: no hemos conseguido la mayoría absoluta, pero somos los primeros; partiendo de donde partíamos y con "lo que ha llovido", casi hemos ganado; hemos avanzado menos de lo esperado, pero al fin hemos subido. La gente, acostumbrada la noche del recuento a juicios de este tenor, los escucha con el natural regocijo o la soma adecuada. Llaman más la atención, siendo igualmente divertidos, muchos de los comentarios de la prensa. Hay columnistas que de tal forma sacralizan al electorado -vox populi, vox Dei- que se indignan contra cualquier intento de explicar su comportamiento por este o aquel factor o interés, como si la sociología electoral fuera una ciencia subversiva que con sus hipótesis cuestionase el logro histórico del sufragio universal. Otros, por complicada que sea la situación que emerja de las urnas, subrayan sólo los aspectos positivos: en la infinita sabiduría del pueblo, los resultados electorales se revelan siempre atinados. Y ciertamente lo son, en cuanto determinan el marco de lo factible, pero la ventaja de conocer el nuevo reparto de poder no debe llevar a confundir lo que es con lo que debiera ser, lo real con lo racional, hegellanismo de bolsillo que, si bien sirve para tranquilizar los ánimos, tiene el serio inconveniente de eliminar de raíz cualquier perspectiva crítica.Qué duda cabe de que los resultados del 3 de marzo, con su buen componente de sorpresa, invitan a un análisis poco convencional: cuando muchos politólógos denuncian la escasa influencia de las campañas, comprobamos su eficacia, incluso una tan dura e inmoral como la llevada a cabo por el PSOE. Otra vez se ha puesto de manifiesto el efecto perturbador de las cuestiones sobre los resultados electorales: el anuncio de que el PP se aproximaba a la mayoría absoluta ha beneficiado al PSOE, al movilizar hasta el último de sus votantes o cambiar el voto de los que querían impedirla. Tampoco en ésta ocasión basta acudir a los índices socioeconómicos para dar cuenta de que el PSOE haya sacado los mejores resultados en sociedades tan diferentes como la andaluza y la catalana. En Andalucía es fácil indentificar el triunfo del PSOE con el comportamiento de IU; pero, si en nombre de la gobernabilidad hubiera apoyado al PSOE, no cabe descartar que las pérdidas no hubieran sido mayores, al votar el electorado ya directamente por el partido gobernante sin necesidad de hacerlo por el acólito. Más enrevesado es dar cuenta de las razones de que el voto huido de CiU se haya dirigido en buena parte al PSOE y no al PP o al nacionalismo más radical. Baja el independentismo, lo que ha permitido al socio de Convergència, Unió Democrática, distanciarse públicamente de esta opción. La noticia no debe echarse en saco roto. En todo caso ha quedado claro que en el electorado que abandona a CiU, la fidelidad a Cataluña, dentro del Estado español, se manifiesta un sentimiento mucho más fuerte que la indignación por los escándalos socialistas. El PSC resulta tolerable para el catalanismo moderado, mientras que no lo es, por lo menos hasta ahora, el PP. La gran paradoja es que el verdadero vencedor de los últimos comicios haya sido CiU, que respecto a 1993 pierde votos en las cuatro provincias y con el 29% de los sufragios está a casi diez puntos de la primera fuerza política de Cataluña, el PSOE-PSC, que reúne el 38,6%, aunque luego la diferencia en escaños sea sólo de 3, de 16 a 19.

En este último dato se incluye la segunda gran paradoja: pese a que España sea un país con un electorado que se inclina mayoritariamente a la izquierda, ha ganado, aunque sea por los pelos, la derecha. Si consideramos de derecha a los partidos que han elegido a Trillo presidente del Congreso (PP, CiU, PNV, CC y UV), este bloque reúne 182 escaños, frente a los 166 de la izquierda, pero si comparamos los votos obtenidos -que en democracia debería ser lo decisivo, un individuo, un voto- la izquierda, es decir, el PSOE, IU, BNG, ERC, EA suman casi doce millones y medio frente a los once millones y medio, un millón menos, que tiene la derecha. El partido más votado, el PP, con el 38,85% de los votos, alcanza el 44,57% de los escaños, mientras que IU con el 10,58% de los votos sólo cuenta con el 6%. En cambio, CiU con el 4,61% de los votos dispone del 4,57% de los diputados, es decir, que se correponden votos con número de escaños.

Desde el principio democrático de un hombre, un voto, y de que todos los votos valen igual, sin privilegiar ingresos o lugar de residencia, las cifras anteriores ponen de relieve graves distorsiones en nuestro sistema electoral que se explican por la interconexión de los siguientes factores: la actual limitación en el Congreso del número de diputados a 350, máximo 400; el haber establecido la provincia como circunscripción electoral -mientras que en Soria 26.143 electores tienen derecho a un diputado, en Barcelona son casi diez veces más, 124.678, y en Madrid, 121.921-, dos factores que disminuyen de por sí fuertemente la proporcionalidad, a los que luego se añade un corrector a favor del partido mayoritario y en perjuicio de los menos votados. Tanto los que exaltan la larga lucha por el sufragio universal y la eliminación de las desigualdades en el valor del voto como los que se pasman ante la sabiduría de nuestro pueblo al votar siempre lo justo y atinado olvidan algo tan primario y fundamental como que los resultados electorales son expresión de la voluntad popular, eso sí, filtrada y corregida por la normativa electoral. Cada sistema electoral condiciona los resultados en una u otra dirección.

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Curiosamente, el pueblo español asume sin graves quebraderos de cabeza una ley electoral que vulnera incluso el sentido más laxo de justicia. Lo único que tal vez rechaza la minoría mejor informada son las listas cerradas y bloqueadas: sonroja no poder borrar, sin anular el voto, ni siquiera a un procesado por, delitos graves. Que los partidos se muestren a veces abiertos a modificar la ley electoral en este punto, además de que poco se ganaría con ello, a no ser que unos cuantos volvieran o empezaran a votar, podría servir de pretexto para no llevar a cabo la reforma a fondo que se precisa.

Aquí está el meollo de la cuestión: la ley electoral no sólo es injusta -"en España votan las hectáreas, en vez de las personas", como en su día dijo con su especial gracejo Alfonso Guerra- sino todavía más grave,

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Sistema electoral y gobernabilidad

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hace cada vez más ingobernable el país. Porque nadie pretenderá que a la larga podamos ser gobernados por el voto de 1,1 millones de electores (el 4,61 %) que, estando a una distancia de casi diez puntos del partido más votado en Cataluña, ni siquiera puede atribuirse la representación de la nación catalana. No parece probable que a corto plazo volvamos a las mayorías absolutas, experiencia de la que hemos salido escaldados, pero lamentablemente con el sistema electoral que tenemos no deja de ser la mejor solución: lo que no ha de interpretarse como una lanza encubierta a favor de la mayoría absoluta, sino como una crítica al sistema electoral vigente. Todos los que en estos días hacen las alabanzas de un régimen parlamentario sin mayorías absolutas, en el que se practiquen las virtudes de la negociación y el consenso, para consolidar estas tendencias olvidan exigir un poco más de democracia en el sistema electoral. Porque si no somos capaces de acercarlo, paso a paso, al ideal democrático de un individuo, un voto, y todos pesan igual, el futuro se presenta como un vaivén entre dos salidas poco deseables: la mayoría absoluta de un partido, o la dependencia del partido mayoritario de los segundones periféricos. Por mucho que hoy se haga de la necesidad virtud y con toda razón se subraye que los resultados del 3 de marzo podrían significar un avance histórico de enormes con secuencias si, como parece, implicaran el inicio de un mejor entendimiento de la derecha española con la catalana y vasca, la política de los próximos lustros no puede girar a piñón fijo, centrada únicamente en la distribución territorial del poder del Estado, sin encontrar nunca, como pretende el nacionalismo el punto final de este proceso.

A nadie se le oculta el alcance de esta cuestión, pero a la clase política que hasta ahora ha preferido ocultar la cabeza debajo del ala le parecerá lo más inoportuno plantearla en las actuales circunstancias. Raimon Obiols indirectamente la ha sugerido al dejar constancia del problema -CiU, un poder minoritario que decide- y proponer la conveniencia de que existiera un partido bisagra de alcance nacional. Siendo muy improbable que pueda surgir una segunda operación Roca, y todavía más el que se vea coronada por el éxito, empero, esta propuesta me parece mucho más verosímil que el que cuajase una reforma electoral como la que necesitamos. El PSOE, que ha disfrutado de algunas mayorías absolutas y que todavía sigue soñando con ella, no tiene credibilidad para empujar en la oposición lo que no hizo en el poder, y, desde luego, tampoco el más mínimo interés. El PP no cuenta con la fuerza, ni puede cometer la afrenta de plantearse el modo de desprenderse de sus socios con una reforma electoral que, al estar constitucionalizada la provincia como circunscripción electoral, supone una reforma constitucional de envergadura.

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