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Libros 'con piernas'

Hablé en esta columna, hace algún tiempo, de los libros de oro de los restaurantes madrileños. Pues bien, todavía resultan más preciosos los libros con piernas o libros abiertos, es decir, aquellas personas que tienen el don de recordar, contar e incluso fabular hechos y anécdotas del pasado vividos por ellos mismos, o sea, de primera mano. Estos picos de oro, estos "verbos cálidos", han abundado en el mundo de la hostelería. Ahora van desapareciendo, aun que sobrevivan algunos especímenes y dentro de unos años estarán tan extintos como el dodó. Deberíamos cuidarlos, mimarlos, pero mucho me temo que a la gran mayoría de nuestra sociedad contemporánea le importa un rábano el pasado. No critico a nadie pero estimo que, se están perdiendo las antaño denominadas "esencias prístinas", que es -para que me entienda la grey de teleadictos- como si nos hubiera abandonado el desodorante. Y, sea como fue re, yo tengo derecho a evocar algunas de estas figuras, ¿no?Parece justo y necesario comenzar la enumeración de doña Petra, ya desaparecida, que fue, en cualquier caso, la más completa, la mejor, por su amplísimo archivo de vi vencias, por la dilatada época que éstas abarcaban, el esplendor de su memoria y la ingenua alegría con que, incluso octogenaria, narraba su vida y la de su entorno.

Era como un frasco de esencias del viejo Madrid en general y la Cava Baja en particular, y estaba siempre abierta a compartir generosamente con los demás las fragancias de un mundo periclitado. Fragancias que comenzaban a principios de siglo, confundiéndose con el aroma. de aquel cocido que cocinaba su madre sobre la acera, cabe el mesón del Segoviano, antes de que a éste le instalaran las cocinas. No habría muchas comodidades, pero estaba rico-rico, y sólo costaba 10 céntimos. Ella, doña Petra, era entonces un pispajo, pero ya sabía lanzar su diábolo tan alto que se convertía en una especie de diablo Cojuelo sobre los tejados y las buhardillas de la Cava. Luego, la familia comenzó a enriquecerse. Para 1913, el mesón ya enviaba su propia carroza a los carnavales y comenzó a copar todos los premios. A bordo, su "pobrito padre" repartía bocadillos, de chorizo a los espectadores, allá por los Altos del Hipódromo, y doña Petra-niña arrojaba cáramelos a los demás niños como loca. Después, la fama, con clientes de tanta prosapia como el propio de Alfonso XIII, siempre embozado, presuntamente de incógnito, o como el dictador don Miguel Primo de Rivera, amante de la farra. Los fastos literarios: en honor de un tal Grandmontagne, que no ha pasado a la historia, los tres Ramones (Gómez de la Serna, Pérez de Ayala y don Ramón María del Valle Inclán) convocaron un almuerzo que contó con la presencia del tout Madrid. Y el amor: aquel tenientillo de húsares que la rondaba pasando a caballo bajo el balcón de doña Petra-moza, que la conquistó y la condujo hasta el altar. Páginas de historía: la verbena de la Paloma, el incendio del Novedades, la guerra y la posguerra, todo.

Isidro, ex legionario, ex policía y ex muchas cosas más sigue ahí, al pie del cañón en su Malacatín de la calle de la Ruda, vieja taberna frecuentada antaño por toreros de postín, como Belmonte, El Gallo o Vicente Pastor, así como por los castizos anónimos que se desayunaban a las seis de la mañana con un té, una galleta y unas cuantas copas de "suave" para matar el gusanillo. Todo está ornado de motivos y carteles taurinos y la memoria histórica de Isidro se centra en las corridas de toros lidiadas en la Monumental de Madrid desde el año 1942, cuando él comenzó a asistir. No sólo cuenta sus vivencias; también guarda decenas de libros donde ha ido anotando a lo largo de los últimos 54 años, sus personales críticas a la lidia.

Amadeo, a la vuelta de la esquina, en Los Caracoles de Cascorro, no dice casi nada, pero... ¡qué bien lo dice!: "Vamos a ver, amigos, ¿quién espera por ahí?" Y una vez captado el cliente, una vez servidos los caracoles cocinados con lacón y chorizo de Villarcayo, o su buen zarajo, le coloca, en menos que canta un gallo, su particular homilía: "Yo soy un filósofo de la selva porque tengo fe en que lo más importante que el hombre aprende no lo aprende en los libros, sino entre la espesura salvaje..."

¡Ah!, el señor Amadeo amenaza con jubilarse. Apresúrense a conocerle antes de que sea demasiado tarde.

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