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Sentido de Estado

Apelar al sentido de Estado es una necesidad sobre la que se justifica la política y la convivencia. Y sin embargo, puede ser también una coartada que disculpe acciones innobles o que oculte la diligente comprensión de los cambios a los que nos tenemos que enfrentar. Conviene entender, por tanto, qué quiere decir ese sentido. Las últimas reflexiones de Tomás y Valiente están determinadas, más que por la voluntad de explicárnoslo a sus lectores, por la de explicárselo a sí mismo: consiste en "la buena razón de Estado". Y esto le lleva a una confesión que es también una norma: él cree en el Estado, pero no como un acto de fe, sino de racionalidad.El Estado desempeña, si seguimos esta lógica, tres funciones imprescindibles: la de organización racional de una sociedad de ciudadanos, esto es, de una sociedad política o civil en el equivalente sentido que los contractualistas daban a estos términos; la de ser la forma política o el ámbito de una comunidad de cultura; la de constituir un aparato institucional para garantizar la seguridad ciudadana.

Frente a la exposición de estas funciones del Estado se alega su crisis, pero la alusión a la crisis del Estado puede ser también un expediente perezoso, otra coartada, aunque ésta dirigida en sentido contrario. Tanto la irracionalidad de los enfrentamientos étnicos como el neoanarquismo del radicalismo conservador obedecen a este pecado capital de la pereza. Mejor camino es el de examinar cuáles son los retos que se plantean a las tres funciones imprescindibles que el Estado tiene que continuar desempeñando. Entendido como organización racional de la sociedad política, el Estado pierde, desde luego, esa constitución de coleóptero, esa especie de esqueleto externo de soberanía. La sociedad política es ya algo poroso, que se forma también dentro del Estado en organizaciones parciales -comunidades autónomas-. Pero es también algo más amplio de lo que los Estados forman parte, como en nuestro caso la Unión Europea. E, incluso, la sociedad política puede empezar a ser el contrato social al modo que Kant lo añoraba: como el orden internacional que garantice la "paz perpetua". Pese a todo, la idea de Estado como pacto social está atribuida de modo dominante, aunque no exclusivo, a las organizaciones políticas que componen hoy la comunidad internacional.

El Estado, es el ámbito de una comunidad de cultura. Hoy, en muchos pasos, los que proclaman la crisis del Estado acentúan otro rasgo: el Estado sería sólo el marco político que acoge a culturas o a etnias diferentes. Pero esto implica un reduccionismo inverso al de la identificación entre marco estatal y marco nacional. Los hombres pertenecen a culturas distintas y compatibles, y no necesariamente concéntricas, y hay Estados, como el francés y también, aunque en grado menor, el español que son resultado y causa de realidades culturales. Esta reflexión nos puede ayudar a entender que ser miembro de una o de varias colectividades culturales se explica históricamente desde el Estado y desde otras realidades sociales, pero que, desde luego, no implica, ni desde el poder del Estado ni desde las reivindicaciones nacionalistas, la organización tribalista de la política. También nos puede mostrar algo más grave desde criterios dejusticia: que el Estado debe acoger, además, a las otras culturas, a los otros. A aquellos que entran en nuestro ámbito político movidos por la necesidad o la miseria. Y no es el menor problema el de componer el respeto al otro como reconocimiento de la libertad individual, con el enfrentamiento a modos culturales que la nieguen.

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El Estado, antes que nada, desde una perspectiva histórica y lógica, constituye el aparato institucional para garantizar la seguridad ciudadana. Evita esa situación miserable en la que los hombres caen cuando niegan la legitimidad o la efectividad del monopolio de la violencia legítima. Pero aquí sí que cabe que nos detengamos en analizar lo que quiere decir ese recurso lingüístico, perezoso y trágico de la crisis del Estado. La violencia terrorista ha aportado algo que nos puede conducir a una lógica contradictoria con la del Estado: la lógica de la guerra. Y la guerra dentro del Estado, la guerra civil, es lo contrario de la sociedad civil. Por eso, tanto la violencia de ETA como la respuesta violenta de la que el Gobierno -esto es, el poder del Estado- se deba responsabilizar como la claudicación del Estado frente a ETA en forma de diálogo para concesiones políticas, están al otro lado de la barrera desde la que hay que definir lo que es el Estado; están en la lógica de la guerra. El sentido o razón de Estado en un sistema democrático tiene un margen de acción muy pequeño desde el punto de vista del Estado mismo. Tiene que afirmar las reglas constitucionales del derecho: se trata de que cumpla con los derechos individuales, de que respete la ley y de que la aplique con la conciencia de que la petición de justicia de los ciudadanos es algo que debe ser atendido y no escamoteado ni siquiera por el poder judicial.

¿A quién se le debe pedir entonces, como algo específico, sentido de Estado en una sociedad democrática? Pues a la sociedad civil y a sus voceros. Seguramente es en el seno de la comunidad de los ciudadanos, y en los que piensan que deben inspirar su opinión -partidos, intelectuales, periodistas-, en donde en el momento actual se debe pretender que, frente al mínimo campo de acción que el Estado de derecho concede a la razón de Estado, los miembros de la sociedad deben tener un sentido de la medida en sus actos, en sus exigencias de responsabilidades y en los valores políticos que deben preservar. Antes se llamaba a esto la virtud del patriotismo, cuyo sentido peyorativo también habría que corregir en estos momentos de "crisis de Estado".

José Ramón Recalde es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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