Cristino de Vera
No resulta extraño que este gran hipocondriaco haya terminado exponiendo en el Reina Sofía, que tantos años antes fue el hospital de San Carlos. Allí iba a ver esqueletos y disecciones, y allí le curaron la columna vertebral. Cristino de Vera ve ahora, 40 años después, aquellas paredes blancas donde desde el jueves se cuelgan sus dibujos místicos, blancos, como si la luz le hubiera recuperado para cierta alegría del mundo. Pero él sabe, hipocondriaco hasta el fin, que no somos nada, "sino edad, edad, miles de años dibujados en las paredes".Desconfiado de la Administración y de sus recovecos, el ermitaño de Chamberí preguntaba semanas antes de la inauguración a sus amigos: "¿Y tú crees que abrirán la exposición, antes de que yo me muera?". No tiene ninguna enfermedad conocida, pero cuando cumplió 60 años decidió cuidarse como si se fuera a morir mañana. Y desde entonces come como un pajarito para no superar jamás los 60 kilos. Ahora aún está por debajo de esa cifra. Pero mantiene el pulso bien, y las pupilas, y por eso dibuja con la firmeza de un chiquillo. No lo desmiente pintando, como se ve en esa hilera bellísima de dibujos blancos que se cuelgan en el Reina Sofía, pero lo afirma hablando. ¿Hay alguna anécdota nueva en tu vida, Cristino?, se le pregunta. El se queda reflexionando unos segundos, porque sabe que ya sus anécdotas se recopilan, como las de Borges, y cuenta una visita a Sanitas, su seguro médico. Le recibieron con la deferencia natural en estas instituciones, y cuando ya reconocieron su nombre, el recepcionista le dio la bienvenida con estas palabras: "Ah, usted es el anciano".
Parecía una reunión de ultraperiféricos la que se organizó en su tomo el jueves por la noche, cuando José Guirao, el director del Reina Sofía, descorrió por fin las cortinillas de una muestra que desde hace tanto tiempo se debía a este pintor canario. Estaban el ministro Saavedra y el historiador Marichal, el escultor Chirino y el pintor Fajardo, que por cierto acabó ayer una antológica suya en la Cynthia Bourne Gallery, de Londres: homenajes a Goya, abandonado y sordo en Burdeos, triste como Azaña; dibujos del silencio, personajes ucrónicos. Y estaba también Juan Hidalgo, el fundador de Zaj, que ahora tiene su obra vecina a la de Cristino de Vera en el Reina Sofía. En junio exponen allí al gran surrealista insular, Óscar, Domínguez. Un desembarco canario que no tiene precedentes. Francia quiso que Canarias se llamara ultraperiférica en el diseño del mapa europeo que se hizo en Maastricht; a lo mejor esta invasión es una venganza contra esa palabra que también parece un desdén.
En aquella atmósfera blanca y ultraperiférica, Cristino de Vera, vestido de negro y ahora más flaco que nunca, parecía un autorretrato. En medio de su tarde de gloria, la edad seguía siendo su obsesión. "Los hindúes dicen que cuando llegues a ciertos años, retírate y prepárate para lo que viene luego. Escóndete con tus libritos zen y recuerda lo que decía Buda: el nirvana son las tres primeras horas del sueño. Y alguna vez sabrás que lo que quedará de ti será el vacío, la descolocación del universo, el porvenir de las cucarachas que venían volando a posarse en mi pasillo de la calle de Clara del Rey. Y luego morían porque los. insectos mueren casi antes de que deje de existir la vanidad, la locura de los premios".
Hubiera querido escribir como Borges, y le admiró tanto que una vez quiso estrecharle la mano. Pero diluviaba en Madrid y recortó su camino hasta el Ateneo, donde iba a hablar el viejo ciego bonaerense, y se quedó en la Fundación March, oyendo a Laín Entralgo hablar, para deleite de Cristino, sobre la enfermedad y sobre la muerte. En medio de la galería blanca del Reina Sofía, con las gafas pendientes de la nariz, como los ancianos, Cristino pensaba en voz alta sobre el destino que siempre ha tenido su pintura: "Está aquí antes de que yo me olvide de mí, y fijate, es la primera vez que expone en esta sala un pintor vivo. Bueno, medio vivo".
La suya es una memoria perenne. El jueves por la noche recordaba cómo Caneja, el pintor, y él, salvaron a Juan Benet de las manos de un psicópata que un día quiso estrellar la cabeza del escritor contra una pared de Madrid. Y cómo Caneja Y Celaya competían a bondad después de su experiencia común en la cárcel: "Gabriel es el hombre más bueno que yo he conocido". "No, Juan, tú eres mejor", le respondía Celaya. Siempre cuenta Cristino, para hablar de lo que está por encima de los afectos, la muerte del pintor Grandío, uno de sus grandes amigos; su perro viajó luego a Galicia, buscó la tumba de su amo y allí estuvo semanas y semanas hasta que la muerte le encontró también de madrugada.
Los tiene vivos a todos sus amigos, y los hace vivir a todas horas, con una memoria prodigiosa y con una generosidad que la gente le premia queriéndole sin límites. Ahora anda reconstruyendo un diccionario con las mejores palabras entre todas las más extrañas que utilizó Benet. Todavía va por la palabra Avilantez. "¿No es fabulosa?", pregunta Cristino, y luego la dibuja con sus manos que parecen de pintor de antes.
Babelia
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