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Reportaje:

La ciudades

Nada más alejado de la mística que esta plaza ministerial y artificiosa, punto de encuentro, más bien encontronazo, entre el discreto y burgués encanto de los monárquicos palacetes de la Castellana con la rotunda y horizontal mole de la ciudad funcionarial y funcional de los Nuevos Ministerios, un proyecto republicano, ultimado y patentado por el franquismo. No pinta nada san Juan de la Cruz en esta plaza que, en un acto de piadosa incongruencia, le adjudicó el Ayuntamiento madrileño, por supuesto sin su consentimiento, otorgándole la ingrata tarea de pastor espiritual de un nutrido rebaño de . burócratas, invisible patrón de una, glorieta miscelánea en la que la cenicienta y macilenta estatua ecuestre de Franco convive con las carboníferas y expresionistas efigies de Indalecio Prieto y Largo Caballero que guardan la esquina de la Castellana, dos casi recién llegados, imperturbables y severos testigos que miran hacia otro lado, ajenos a la caballuna presencia del dictador, etratados pie a tierra, en póstuma y justa reivindicación de sus derechos sobre tan magna obra firmada por el arquitecto Zuazo.A tan mal avenida tripleta hay que agregar el pedestre y ecuestre grupo escultórico que se eleva, moderadamente, menos de lo que sería recomendable para no poner en evidencia sus defectos, a los pies del arbolado y ajardinado cerro que coronan el Museo de Ciencias Naturales y la Escuela de Ingenieros Industriales. Aquí la reina Isabel la Católica, desparejada, posa a caballo, entre el cardenal Cisneros y don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán de Flandes que le sirve de palafrenero en un mínimo islote circundado por un simbólico estanque. A pocos metros se ubica un cubo hueco, un esqueleto de cemento con escale ras que consagra su abstracta y parca geometría a honrar la Constitución, obra alegórica, se leccionada entre múltiples proyectos, singular alarde conceptual no muy bien comprendido por el público en general que goza de los reducidos pero acogedores jardines que, en pronunciada pendiente, se despliegan frente al museo. Los niños que trepan y retrepan por sus aristas, las parejas adolescentes que se refugian y revuelcan a su recaudo y los fotógrafos aficionados y mayormente foráneos, que ubican aquí a sus modelos, han captado el carácter funcional y lúdico del monumento y entran y salen de la Constitución como Pedro por su casa, quizá porque el artista quiso retratar una constitución abierta, accesible y bien aireada, aunque también fría y cuadriculada, en su esquemático y simbólico monolito. El centro de la plaza lo ocupa una fuente luminosa, muy celebrada en su día por sus coloristas juegos de agua, que hoy se ven como discretos, y un punto pueblerinos, entretenimientos. Para dotar de mayor realce al abigarrado conjunto, cerca de la fuente emergió hace poco la mano regordeta y basáltica de una escultura de Botero, oronda y omnívora criatura alevosamente enterrada bajo el parterre, que pugna por salir de su encierro. Cabales observadores, vecinos y transeúntes habituales de la plaza aseguran que, día a día, puede percibirse cómo crece, cómo, centímetro a centímetro, va desenterrando su rollizo antebrazo. Pero no son éstos, ni Franco, ni Isabel, ni el zombi de Botero, ni mucho menos los serenos, dignos y razonablemente enlutados próceres de la República, los monstruos más protervos que merodean por estos contornos. La galería se cierra, el decorado se completa, con un descomunal y burdo monigote, un gigante marrón pintado sobre una de las medianerías de la plaza, que se asoma amenazador a las ventanas de un, edificio virtual, protagonista de un inquietante e imprevisible mural que despliega su pesadilla casi frente a la plomiza efigie del caudillo ecuestre, quizá como eterna y terrible penitencia para sus ojos.

La mano negra de Botero parece que se está despidiendo, o saludando a alguien, quizá las dos cosas, despidiendo a los cargos cesantes tras las previsibles mudanzas electorales y recibiendo a los nuevos colonizadores de sus despachos. El arquitecto de los Nuevos Ministerios fue Secundino Zuazo, amigo personal de Indalecio Prieto que le encargó el proyecto como ministro de Obras Públicas, de la estructura se encargaría el ingeniero Eduardo Torroja. Pero tras la guerra civil, Zuazo fue depurado por razones políticas y el colosal conjunto de edificios ministeriales paso de inacabado símbolo de la administración republicana a pujante testimonio de arquitectura franquista y fascista. A Zuazo y a Ugalde, que habían trabajado hasta 1932, les sustituyó una comisión de arquitectos e ingenieros puros, fieles seguidores de la teoría de su invicto jefe, que aconsejaba a sus amigos no meterse en política. Los nuevos arquitectos continuaron y desvirtuaron el proyecto de Zuazo, aunque no pudieron despojar el conjunto de los Nuevos Ministerios de los peculiares rasgos que su creador le imprimió. Secundino Zuazo, a la vista del resultado final, se quejaba de algunas inoportunas alteraciones, como la ubicación de la puerta principal, pero defendía la estética de una obra que a él "no le parecía tan apabullante" como decían sus críticos y en la que reconocía las influencias del monasterio de El Escorial y de la Casa de las Flores de Argüelles, modesto modelo de arquitectura republicana. Lo más notable de estos monasterios-ministerios es el claustro, sobre todo las arquerías que cierran las lonjas convertidas en aparcamiento. Los severos y elegantes arcos que dan a la Castellana, vigilados por algunos cipreses parecen, sobre todo en la nochella escenografía para un cuadro surrealista de Giorgio di Chirico, un paisaje en que lo cotidiano y funcionarial se toma en racional fastamagoría. Algunos de los arcos se cegaron en 1982 para abrir una amplia sala de exposiciones.Quizá lo más apabullante de los Nuevos Ministerios sea su vasta horizontalidad, su carácter de mole tan apegada a la tierra como los organismos que representa (Obras Publicas y Urbanismo, Transportes, Turismo ... ) sin renunciar a su carácter monumental. Dignidad y grandeza en esas palabras condensaba Zuazo el espíritu de su controvertida obra. Esta horizontalidad destaca aún más porque a espaldas de los ministerios el bosque totémico de Azca erige sus orgullosos menhires, las lanzas de los ejércitos del capital privado a la toma de la ciudadela de los ministerios públicos.

Como un amable anacronismo, semioculto en las frondas de su colina el antiguo Palacio de las Artes y las Industrias, hoy Museo de Ciencias y Escuela de Ingenieros, un bello edificio clásico del neomudejarismo madrileño, vestigio de un tiempo en el que probos, barbados e ilustrados burgueses proclamaban el advenimiento de la era industrial y científica que acabaría con todos los males de la humanidad.

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