El viejito de los juanetes
Para ir a tomar el colectivo a Lima, yo debía recorrer un par de cuadras de la calle Porta, en el corazón de Miraflores, una callecita arbolada donde -hablo de mediados de los años cincuenta- sobrevivían aún aquellas viviendas de madera, de un solo piso, con barandales y columnas pintadas de verde, ventanas enrejadas y un jardín con laureles, floripondios, geranios y enredaderas, construidas a principios de siglo, cuando el barrio era todavía un balneario separado de la capital por chacras y descampados. En una de estas casitas de juguete había siempre en la, terraza, balanceándose en una mecedora tan antigua como él, un viejecillo menudo, reabsorbido y friolento, abrigado con frazadas y embutido en unas pantuflas que sus juanetes deformaban. Algo había en él de misterioso y fantasmal; acaso su soledad, su ignota procedencia o esos recuerdos entrañables con los que parecía refocilarse mañanas y tardes, contemplando el vacío desde su marchito jardín. Me intrigaba tanto que, de saludarlo cuando pasaba frente a su casa, detenerme a cambiar banalidades con él a través de la verja y regalarle las revistas que había leído, llegué a hacerme su amigo. Conversamos varias veces, sentado yo en los escalones de su terraza de tablones carcomidos por la polilla y mi singular vecino meciéndose en su mecedora cronométrica, a impulsos de sus deformes pies que apenas rozaban el suelo.
No recuerdo cómo se llamaba, ni si vivía con alguien más que esa sirvienta india con la que se entendía por señas y que solía traemos a la terraza, al atardecer, una taza de té humeante y esos bizcochos esponjosos llamados 'chancay'. Su español era dificultoso, apenas comprensible, y uno de sus ojitos lagrimeaba eternamente. Supe de él unas pocas cosas: que tenía una misérrima peletería en un garaje de La Paz -calle entonces de artesanos, prestamistas, cachivacheros y revendedores-, que había venido al Perú desde Polonia y que era superviviente de un campo de concentración, tal vez Auschwitz. Averigüé esto último de manera casual, por un impromptu suyo que me permitió, un instante, atisbar su historia personal, cuyo secreto él defendía contesón, cortando en seco, como una imperdonable impertinencia, cualquier pregunta sobre su vida. Eran los tiempos de Life en español y yo le había llevado el último número de la revista y le mostraba, con comentarios horrorizados, la foto de un enjambre de humanoides -hueso y pellejo, cráneos rapados, ojos desorbitados por el hambre y el espanto-, semidesnudos, subidos unos sobre otros, trenzados y anudados formando una pirámide dantesca, seres a los que la llegada de las tropas aliadas había salvado in extremis de la aniquilación. "Nada de horror", me rectificó, con una lucecita en los ojos que hasta parecía melancólica, "Nos poníamos así para no morir de frío, para calentarlos. Era el único momento bueno del día". No creo que me contara más ni que yo le preguntara nada. Debí de irme enseguida, incómodo y con remordimientos por haber removido, sin quererlo, esos fondos atroces de la memoria de mi vecino.
Esta anécdota y la imagen de gnomo del viejito polaco al que las tormentas de la segunda guerra mundial aventaron al otro lado del mundo, hasta el apacible Miraflores, me han perseguido tenazmente mientras leía, asqueado y fascinado, el Journal de la guerre (1939-1945), de Drieu La Rochellel, publicado -después de angustiosas dudas y legítimos escrúpulos- por Gallimard. Drieu no es un escritor que conozca bien ni que me guste -sólo leí de él, con entusiasmo, Le feu Jollet (El fuego fatuo) y una colección de ensayos literarios- pero me tenía intrigado el culto que se ha ido coagulando en tomo a su figura en las últimas décadas, la mitología que mana de él, su aureola de escritor maldito, cuyo suicidio, al final de a guerra, cuando iba a ser arresado por colaborar con los nazis, clausuró una vida tumultuosa, de rebelde contumaz, agitador intelectual, don Juan impenitente una de sus amantes fue Victoria Ocampo, a quien en el Diario se acusa de haberle sacado dinero valiéndose de tretas indignas) y con una nietzschiana propensión hacia los excesos de la vida intensa y la muerte temprana. Muchos estudios, tesis, biografías, números de revistas le han sido dedicados y sus novelas, que se reeditan con frecuencia, tienen un público fiel.
Aunque el Journal de la guerre produce náuseas y una ilimitada repugnancia, no está mal que se haya publicado, aunque sólo fuera como documento histórico. y comprobación, a través de un caso paradigmático, de cómo la inteligencia, el conocimiento y una refinada cultura pueden coexistir con formas extremas de inhumanidad, la ceguera política y el desvarío ético. El Diario debería ser leído, sobre todo por aquellos que han contribuido a desnaturalizar el concepto de fascista, aplicando la palabra sin ton ni son a sus adversarios políticos, con lo que ha alcanzado un valor de uso algo frívolo, que diluye su relación visceral con una de las peores carnicerías de la historia de la humanidad. Drieu La Rochelle era un fascista de verdad. Como el gran filósofo existencialista, Heidegger, pero de manera más explícita y concreta, Drieu celebró en el advenimiento de Hitler el inicio de una nueva era, en la que la historia humana progresaría hacia un mundo depurado de escorias, gracias al liderazgo de un superhombre y al heroísmo de un pueblo y una raza superiores a los demás. Drieu La Rochelle se conduele con amargura de que sus almorranas y varices le impidan vestir el uniforme negro, el casco de acero, las altas botas, los brazaletes con svásticas y rayos fulminantes del SS, el blondo gigante de las fuerzas de choque hitlerianas, símbolo y personificación del 'hombre nuevo', a quien a menudo embalsama con eyaculaciones eróticas de admiración, llamándolo idealista, valiente, desprendido, vitil, bello y nórdico (en su boca estos tres últimos son atributos estéticos y morales).
Hitler es el gran revolucionario y depurador histórico, encargado por el destino de disolver las fronteras y salvar a Europa de la doble barbarie que la amenaza -los mercaderes de Wall Street y las hordas del Kremlin- unificándola bajo un poder vertical y restaurando su grandeza de la Edad Media mediante la extirpación de los chancros que han precipitado su decadencia: los parlamentos, los partidos, la politiquería, el mestizaje, el capital apátrida, las razas inferiores y, sobre todo, los judíos.
El antisemitismo recurrente y obsesivo que impregna las páginas del Journal de la guerre como una miasma deletérea queda flotando en la memoria del lector igual que esos hedores de tabaco picante, olor a pies sucios y agua de ruda de los antros prostibularios que resisten luego a las duchas y a las fricciones con colonia. Los judíos son, para Drieu La Rochelle, una excrecencia de la que la humanidad debe desembarazarse por razones profilácticas. Todo le repele en ellos: su físico, su atuendo, sus costumbres, su manera de hablar, su desarraigo histórico, su cosmopolitismo, su espíritu mercantil y su permanente conspiración para destruir desde adentro las sociedades en las que se han infiltrado y de las que se alimentan. Ellos son responsables, al mismo tiempo, del capitalismo y del comunismo. Drieu, cuya primera esposa fue judía y cuyo patrimonio -según confiesa en el Diario- fagocitó para poder escribir con comodidad y gracias a la cual pudo vivir oculto el Último año de su vida, despotrica, contra sus propios amigos en razón de su 'raza' y confía en que Hitler, luego de derrotar a Inglaterra, no se ablande cediendo a las presiones de los 'demócratas' infiltrados en su entorno, y limpie al mundo de esa plaga encerrando a todos los judíos en una isla (por ejemplo, Madagascar), donde vivirían confinados, a perpetuidad.
El rediseño de Europa, al que dedica extensas reflexiones, tiene como eje el criterio racial (la limpieza étnica). La Europa aria, nórdica, blanca y rubia levantará fronteras infranqueables contra las sociedades corroídas por la contaminación de sangre árabe, africana o gitana. El Sur de Italia, España, Portugal y Grecia descalifican, claro está, para integrar ese enclave europeo glauco y prístino que dominará el mundo; pero también el mismo Sur de Francia queda étnicamente excluido por sus impurezas y mescolanzas, condenado a formar parte de ese pelotón de pueblos de segunda categoría.
Quien garabatea estas sandeces en la tranquilidad de su biblioteca, en la Francia ocupada, no era un imbécil. Se había codeado desde joven con los intelectuales más destacados de su tiempo y se lo Consideraba uno de ellos. Amigo de Malraux, de Paulhan, de Saint-John Perse, de Gide, formó parte con ellos de la revista que presidía. la vida cultural en Francia -La Nouvelle Revue Francaise- (que dirigió por un par de años) y sus novelas, dramas, ensayos, eran leídos, espectados y discutidos por un público exigente. En este mismo Journal, cuando no vomita odio contra los judíos o delira a favor del heroísmo físico y la estética de la guerra, hace reflexiones sutiles sobre las religiones orientales, compara el budismo con el cristianismo, analiza a Santo Tomás y a San Agustín, y despliega una vasta erudición sobre el zen. Sus juicios literarios son arbitrarios pero penetrantes y su prosa, pese a la prisa, tiene un frenesí vigoroso, no exento de encanto.
¿Cómo congeniar ambas cosas? ¿Cómo entender que ese personaje deslumbrado por la sabiduría milenaria de los textos sánscritos y que desmenuza con tanta delicadeza las metáforas de Baudelaire, sea el mismo suministrador de ideas, argumentos, razones, mitos que pusieron en marcha la maquinaria del Holocausto y el acarreo, desde todos los rincones de Europa, hacia los hornos crematorios, de millones de seres humanos? No lo sé, tal vez no haya respuesta aceptable para esa tremenda pregunta. Pero es indispensable formularla, una y otra vez, porque lo que es seguro es que las ideas -las palabras- no son irresponsables y gratuitas. Ellas generan acciones, modelan conductas y mueven, desde lejos, los brazos de los ejecutantes de los cataclismos. Hay un hilo conductor muy directo entre las sangrientas fantasías racistas que maquinaba en su estudio la mente ávida de truculencias de Drieu La Rochelle y la tragedia que amargamente rumiaba en su vejez de transmigrado, mi amigo y vecino, el peletero de los grandes juanetes de la calle Porta.
Copyright. Mario Vargas Llosa, 1996. Copyright. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1996.
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