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Reportaje:

La muerte andaba con él

Historia de los crímenes, huidas y detenciones del atormentado Saad Slamti

Enric González

A sus 30 años, Saad Slamti, el supuesto asesino del imam de Madrid y del supervisor de la enseñanza árabe en España, es un hombre capturado por el pasado. La muerte, que siempre ha andado con él, le ha deparado una extraña suerte donde crueldad y locura asoman a partes iguales. Nacido en Sefrú (Marruecos) el 10 de octubre de 1965, sus primeros años transcurrieron como los de un joven corriente, hijo de un funcionario de Correos. Buen estudiante, su interés por la política se despertó en Rabat, en cuya Facultad de Ingeniería se matriculó en 1986.Luego ingresó en la organización islamista Al Bir Wal Ihsane y empezó a significarse en huelgas y manifestaciones.

Una noche de 1988, al volver a su habitación de la residencia unitaria, creyó su habitación de residencia unitaria, creyó notar que su armario había sido registrado y se conoció de que la policía marroquí a tras él. Sus miedos se vieron ratificados siempre según su posterior relación a terceras personas- meses después cuando su compañero de habitación, también islamista, apareció ahorcado en la estancia que compartían. El juez decidió que se trataba de un suicidio. Según Slamti, fue un asesinato político. "Colgaba de una cuerda, pero apoyaba perfectamente los pies en el suelo; así es imposible suicidarse", ha afirmado varias veces.

El suceso le radicalizó políticamente y entró en contacto con grupos integristas proiraníes. Sintiéndose vigilado, optó por irse de Rabat y matricularse en una escuela de ingeniería técnica en Marraquech. Dos años más tarde, con un diploma de perito en el bolsillo, decidió abandonar Marruecos. Un empleo como agente publicitario de la revista Jeune Affique había permitido ahorrar un poco de dinero. En junio de 1990 viajó a España, rumbo a Francia.

Intentó cruzar la frontera francesa ilegalmente en compañía de otro marroquí a quien había conocido en el tren. Pero la pareja fue interceptada y devuelta a España. Slamti y su compañero volvieron sobre sus pasos, hacia Madrid. Allí entró en contacto con un propagandista islámico a quien conocía de Marruecos, y fue éste quien le condujo a la mezquita de la estrecha calle del Gobernador, número 6. El lugar, un bajo de 300 metros cuadrados repartidos en dos alturas, apenas ofrecía comodidades: colchonetas para los rezos, sombra y una giran cercanía a Atocha, la principal estación de tren de la capital de España.Pese a la recomendación del propagandista, el siempre receloso Slamtí se sintió rehazado por el imam de la mezquita Ahmed Zabaka, un apacible hombre de 63 años cuyo esfuerzo mantenía vivo el centro (tras su muerte, el oratorio bajó para siempre las persianas). Objetivamente, el imam se portó bien con el inmigrante clandestino: le permitió instalarse en el edificio religioso y le alimentó hasta que empezó a ganar algún dinero corno descargador en un mercado. Zabaka le pidió entonces que pagara un alquiler, cosa que. Slainti no le perdonó. "Eso no fue de buen musulmán", dijo años después. La relación entre ambos hombres se complicó con la llegada de Thami Aziz Uazani, oficialmente supervisor de la ,enseñanza del árabe en España, adscrito al Consulado de Marruecos, y, según Slarríti, agente de la policía secreta marroquí. Aziz, de 47 años, disponía de pasaporte diplomático y dinero abundante, pero se instaló con el imam en la pequeña mezquita Slamtí se sintió entonces más perseguido que nunca. Empezó a padecer insomnios y dolores de cabeza, algo que ya le había ocurrido en sus tiempos de estudiante en Rabat. Relacionando detalles con su particular lógica, Slamti dedujo que Aziz estaba envenenándole, como, en su opinión, ya habían intentado hacer otros supuestos agentes marroquíes en su época universitaria. Una noche incluso creyó ver cómo Aziz vertía. algo, escondidas, en el plato que iba servirle.

Al día siguiente, 22 de octubre de 1990, Slamti invitó a Aziz a un largo paseo. De acuerdo con su relato, reconoció ante su interlocutor que había pertenecido a organizaciones ilegales en Marruecos, y le aseguró que aquello pertenecía al pasado y que su única intención era iniciar una nueva vida Aziz le instó a volver tranquilamente a su país.

Esa noche, Slamti no pudo dormir. La cabeza le dolía mucho y se creía atrapado por sus perseguidores: estaban, envenenándole poco a poco. Junto a él, en la sala de rezos situada en la parte superior de la mezquita, dormían otros dos marroquíes. Slamti se levantó sin hacer ruido y bajó hacia la cava que el imam y Aziz utilizaban como cocina y dormitorio. Por el camino se hizo con el hacha utilizada para descuartizar reses según los ritos islámicos. Entró en la cava, se acercó a ambos hombres y descargó un golpe en la cabeza del imam, partiéndole el cráneo. Ahmed Zabaka murió en el acto.

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El ruido alertó a Aziz, quien pudo evitar que el primer hachazo contra él fuera mortal. Con el abdomen abierto, siempre según los recuerdos de Slamti asombrosamente precisos, dicen las personas que le han escuchado, Aziz imploró al agresor que no le matara. "Puedo arreglar tus problemas en Marruecos", le ofreció. Slamti interpretó esas palabras como un reconocimiento de su trabajo como Policía.

Y descargó nuevos golpes de hacha sobre Aziz, hasta que el cadáver quedó destrozado, como demuestran las sangrientas fotografías que obran en el sumario. Slamti robó entonces el dinero que llevaba encima Aziz, unos 2.000 dirhams (casi 2.000 francos de la época, unas 40.000 pesetas) y escribió unos insultos en el pasaporte diplomático de su víctima. Luego, redactó una carta, en francés, en la que explicó los motivos del crimen. La depositó sobre el cuerpo. Volvió a su habitación, comprobó sorprendido que las otras dos personas seguían durmiendo -pensaba matarlas también- y, a oscuras, tomó el macuto y se fue, no sin antes limpiarse las manos en un cubilete de agua, que se tiñó de sangre. El macuto que se había llevado no era, sin embargo, el suyo, sino el del compatriota con quien había intentado pasar a Francia unos meses antes. La bolsa de Slamti quedó en el lugar del crimen junto con su pasaporte, su diploma técnico y varias cartas personales. Un despiste monumental.Saad Slamti erró sin rumbo hasta encontrar, al día siguiente, un refugio cuyo hallazgo atribuyó a la ayuda de Alá". Entró en una escalera de vecinos y, en un pequeño sótano, halló un colchón viejo. Allí durmió durante un par de semanas, mientras el Grupo de Homicidios de la Policía Judicial -que le había identificado fácilmente- le buscaba por todo Madrid.

A mediados de noviembre, el prófugo salió de su escondrijo y decidió volver a emprender camino hacia Francia. Esta vez cruzó la frontera en solitario y, haciendo uso de la experiencia del fallido intento anterior, logró entrar sin dificultades en territorio francés. Atrás dejaba España y un expediente policial que le imputaba sin parpadeos un doble asesinato. La policía disponía de su fotografía (sin mucha calidad técnica, que se reproduce a lápiz en estas páginas), sus huellas dactilares, sus documentos, las notas manuscritas y dos testigos. Con este arsenal probatorio, los agentes avisaron a la Interpol y se confiaron. Aunque sabían que había robado el dinero del fallecido Aziz, dudaban de que Slamti, inmigrante sin documentación alguna, llegase muy lejos. Creían que su captura, como en tantos otros casos, iba a ser una cuestión de tiempo. Y pasaron cinco años.

Entretanto, Slamti, ya en tierra francesa, demostró ser un hombre de recursos. Entró en contacto con un pariente lejano, residente en las cercanías de Toulouse, y éste le prestó algún dinero. Después, haciéndose pasar por estudiante de Sociología, interrogó para una supuesta tesis a decenas de estudiantes magrebíes: quería saber cómo vivían, dónde se reunían, qué pensaban de la universidad francesa, si se sentían rechazados ... En poco tiempo, Slamti se convirtió en un experto conocedor de los campus universitarios del sur de Francia. Se hizo con un carné de estudiante -le bastó alegar pérdida de documentos y facilitar como suyos los datos personales de uno de sus encuestados-; y eso le permitió comer gratis cada día; y se acostumbró a dormir en casa de cualquiera de sus nuevos amigos.

A principios de 1991 se desplazó a París. Sus conocimientos sociológicos le permitieron adentrarse fácilmente en círculos de refugiados marroquíes y, cargado de recomendaciones, se presentó en la Oficina Francesa de Protección de Refugiados y Apátridas (OFPRA) para depositar su demanda de asilo. Poco después, padeció una grave crisis nerviosa. Su mala salud fue, según fuentes próximas a la OFPRA, un factor determinante en el fallo positivo.

Se le concedió un permiso provisional de seis meses y, en enero de 1992, la tarjeta de residencia. Ya legalizado, Saad Slamti, presunto autor de un doble asesinato en Madrid y buscado por la Interpol, obtuvo sin problemas un pasaporte y un subsidio de la Seguridad Social francesa de unos 4.000 francos mensuales (unas 100.000 pesetas), que pronto completó con una batería de subsidios complementarios, como el salario de inserción y la ayuda a la vivienda.

Slaníti vivió sin ser molestado durante los tres años siguientes. Empezó a trabajar en una empresa de climatización, pero no le compensó: ganaba más con los subsidios. Se acostumbró a vestir ropa de marca (con preferencia Ted Lapidus) y usar perfumes caros -de vez en cuando los robaba en los grandes almacenes, según una persona que le trató en esa época-; engordó muy notoriamente y perfeccionó su conocimiento de los resquicios del sistema asistencial francés.

Pero el suceso de Madrid y su temor a la policía secreta marroquí -muy presente en París- siguieron atormentándole. Pernoctó siempre en hoteles baratos o asilos de beneficencia, donde llamaba la atención su cuidado aspecto, e intentó curar su inextinguible ansiedad con un consumo creciente de calmantes. En aparente contradicción con su miedo y la cautela con que saltaba de albergue en albergue, confesó ante diversas personas el doble crimen de la mezquita.

En mayo de 1995, sucedió lo inevitable. Alguien acudió a comisaría para advertir de que un tal Saad Slamti andaba por ahí hablando de unos asesinatos que había cometido en Madrid. La policía francesa le detuvo, comprobó su identidad, comunicó con la policía española y, con todo verificado, encarceló a Slamti, a la espera de la demanda de extradición.

Slaníti intentó hacerse con los servicios del más célebre abogado francés de causas turbias, Jacques Bergés, defensor, entre otros, del terrorista Carlos y de colaboracionistas pronazis. Quería convertir su caso en un asunto político. Bergés declinó hacerse cargo de la defensa y Slamti tuvo que conformarse con un abogado gratuito del Ejército de Salvación (una entidad caritativa), pero no fue necesario que éste interviniera.

La Brigada de Policía Judicial de Madrid, dirigida por el comisario Juan Antonio González -el mismo que detuvo a Luis Roldán- fue informada por los franceses de la captura de Saad Slamti. Los agentes españoles avisaron al Juzgado de Instrucción número 26 de Madrid, donde reposaba el caso.

El magistrado Santiago Pedraz no lo dudó: el viernes 9 de junio ofició la extradición. Acompañaba a la orden un buen puñado de documentación sobre el asesinato. Los papeles, como es preceptivo, fueron enviados al Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que, como mero intermediario, los envió al Ministerio de Justicia e Interior. Este departamento gubernamental, a las órdenes de Juan Alberto Belloch, es el responsable de recibir las órdenes de extradición y elevarlas al Consejo de Ministros para su aprobación o denegación.

Justicia, sin embargo, devolvió (hasta este punto están de acuerdo las fuentes consultadas) la orden de extradición al advertir que la documentación remitida por el juez era incompleta. Eso ocurrió el miércoles 28 de junio, es decir, casi 20 días después de que el ministerio hubiese recibido la notificación judicial, un tiempo enorme en términos de extradición urgente, ya que Saad sólo podía permanecer 40 días encerrado en Francia.

El defecto por el que el expediente fue devuelto era básicamente de forma. Justicia, de acuerdo con las convenciones internacionales, solicitaba un auto de prisión y una exposición de los hechos imputados, con indicación de la fecha y el lugar de su comisión. No era problema. El juzgado, siempre a tenor de su versión, completó la documentación. Así, el 10 de julio de 1995 el magistrado Santiago Pedraz envió de nuevo los papeles al Tribunal Superior, que el 12 de julio -según los datos facilitados por su propia Secretaría de Gobernación- los remitió al Ministerio, concretamente a la Subdirección General de Cooperación Jurídica Internacional.

En teoría, la orden de extradición había entrado en la recta final. Sólo faltaba el visto bueno del Consejo de Ministros para que Saad Slamti fuese entregado a España. Sin embargo, eso nunca ocurrió. La orden no se cursó. ¿La razón? El Ministerio de Justicia ha sido incapaz de ofrecer ninguna explicación, pese a los insistentes requerimientos de este periódico. Por el contrario, en una primera comunicación, un portavoz de Justicia imputó el error al juzgado y sostuvo que el magistrado nunca les había devuelto el expediente completo. Posteriormente, cuando se les puso en conocimiento de la cronología de hechos facilitada por el Tribunal Superior, el mismo portavoz del ministerio señaló que en la "carpeta" asignada al caso de Slamti no constaba nada. "Hay varias unidades dentro de la Subdirección de Cooperación Jurídica, habrá que ver a cuál fue la documentación. Están siempre a tope de trabajo", se disculpó la portavoz.

El caso es que la orden de extradición cursada por el juez español nunca llegó a Francia y, transcurridos 40 días, plazo máximo legal para retener a un ciudadano que no había cometido ningún delito en el país, Slamti fue puesto en libertad.

Al devolverle sus papeles, la policía le advirtió de que sería detenido de nuevo en cuanto llegaran los documentos de España. Desde entonces, sin embargo, ninguna autoridad española ha molestado a Saad Slamti.Reconstrucción basada en fuentes policiales, judiciales y en el relato de Slamti a terceros.

Un caso sombrío

La segunda detención del escurridizo Saad Slamti pondría punto final a un caso que, pese a su impacto, siempre se ha movido entre sombras. A esta opacidad ha contribuido el silencio guardado por la Administración española sobre las diligencías -nunca se llegó a informar de la primera petición de extradición-, así como la sinuosa personalidad de -Slamti, quien se ha caracterizado por una extraña combinación. de astucia y sorpresa.Así, aparte- del favor que le brindó el Ministerio de Justicia español, el marroquí ha demostrado una incombustible capacidad - Alimentada por su propia manía persecutoria- para dar saltos que le permitiesen burlar el cerco de sus enemigos, reales o no.

Este factor se combina con su tendencia a contar a terceros sus andanzas e incluso sus crímenes, que él relaciona con el espionaje marroquí. Un afán que le ha llevado a narrar su historia a varias personas en Francia.La reconstrucción de su vida, basada en el relato que esas personas hacen a EL PAÍS y contrastado con fuentes policiales y judiciales, indica que Slaníti considera que en su vida hay dos puntos de fractura. El primero, en 1988, cuando su compañero de habitación en una residencia universitaria de Marruecos muere en circunstancias extrañas; el segundo, en 1990, cuando Slaníti -es su propia declaración y la policía la acepta- mata a dos personas en una mezquita de la capital de España.

El prófugo buscó asilo en la Embajada de Irán

La huida de España le resultó a Saad Slamti sorprendentemente fácil. De hecho, tras el crimen, no hizo grandes esfuerzos por ocultarse. Más bien al contrario. Así, al día siguiente del derramamiento de sangre, confiando en su antigua militancia integrista, se dirigió a la Embajada de Irán, donde solicitó asilo.Los funcionarios de la legación, horrorizados por lo que entrevieron en las palabras del marroquí, le echaron con cajas destempladas, según fuentes policiales. Saad lo intentó otra vez y volvió a chocar con la negativa persa. En un postrer gesto antes de abandonar la Embajada, el supuesto asesino se inclinó hacia el suelo y rezó.

Esta imagen fue la última que la policía española obtuvo de Saad Slamti, quien, sin embargo, persistió en dar publicidad a su crimen: el 24 de octubre llamó desde una cabina telefónica a EL PAÍS para reivindicar su autoría. El hombre se identificó como Saad y ofreció un relato similar al que luego contaría en Francia.

En la información que se publicó al día siguiente a raíz de esta comunicación, se reflejaba la insistencia del comunicante en relacionar a las víctimas con los servicios secretos marroquíes y en subrayar la presión a la que le habían sometido. "Me ponían drogas en la comida y me amenazaban de muerte. No pude soportar la presión y les maté, pero fue un momento de ofuscación", explicó telefónicamente.

Esta llamada casa con la obsesión que persigue a Saad: explicar la causa del crimen y relacionarlo con el espionaje. Una pulsión que si bien se reflejó en la nota que dejó junto a los cadáveres, nunca le llevó a entregarse a la policía.

Nadie explica por qué la extradición nunca llegó al Consejo de Ministros

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