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Reportaje:

La sombra del castillo

A A sólo 35 kilómetros de Madrid, la villa de Batres, a la sombra de su peculiar castillo medieval y mudéjar, hiberna lejos del mundanal trasiego de las autopistas, el espeso tráfico que generan las periféricas ciudades dormitorio, urbanizaciones, polígonos industriales y centros comerciales que se amontonan en los lindes de la carretera de Extremadura. La aparición en el horizonte de las altivas torres de Navalcarnero señala la frontera donde la llanura de La Sagra madrileña recupera sus señas rurales, entreveradas con la colonización de los chalés que brotan como hongos en un suelo propicio ocupando cerros y calles.Después de atravesar un bosque abrumador de señales viarias, crípticos números y siglas de autopistas, autovías y carreteras nacionales y comarcales, indicativos de población o de acceso a poblados, talleres, hipermercados o espúreas ciudades satélite, la señalización se toma un merecido, descanso y deja al albur del viajero y a su sentido de la orientación la tarea de encontrar el camino que conduce a la "antigua y poderosa" -así la llama el cronista Jiménez de Gregorio- villa de Batres, hoy menos antigua y desprovista de todo poderío.

Con una población que no llega a los 700 habitantes, la villa de Batres se oculta tras un señero castillo, semioculto a su vez por una espesa arboleda. La estrecha carretera se cubre con un acogedor dosel arbóreo a la entrada de un pueblo de casas blancas y modestas que se prolonga en una previsible secuela de chalés que en estas fechas no muestran un alto nivel de ocupacion.

En esta desapacible mañana invernal, las calles a medio hacer y las plazuelas mínimas son coto de gatos autosuficientes y perros liberados que suscitan los envidiosos ladridos de unos congéneres suyos, canes de raza y de caza (podencos, aventura el cronista), confinados tras las mallas metálicas de un corral aislado que se ubica en uno de los múltiples solares sin urbanizar que salpican el pueblo.

El moderno y desangelado edificio del nuevo Ayuntamiento se alza, excéntrico por partida doble, fuera del reducido casco, apartado de la humilde iglesia rural y de las escasas construcciones supervivientes de un pasado más glorioso.

Fernando Aizcorbe, alcálde independiente de Batres, no parece muy feliz con su flamante casa consistorial, en cuya entrada tratan de medrar escuálidos abetos, y lamenta que el presupuesto destinado a su construcción no haya ido a parar, por ejemplo, a la pavimentación del maltrecho camino, impracticable en invierno incluso para los todoterreno de la Guardia Civil, que ahora separa más que une la villa con la urbanización de Coto Redondo, donde está censado casi el 50% de la población de Batres, población que, a causa de las malas comunicaciones, hace su vida y su consumo en otros pueblos cercanos.

Los vecinos de Batres se mostraron contrarios a la ubicación de un polígono industrial en los alrededores para no perder su identidad de pueblo incontaminado y la pureza de su paisaje, su condición de villa destinada a servir como segunda residencia de urbanitas hastiados de la urbe, pero el proyecto no acaba de cuajar como se esperaba, pese a los evidentes encantos paisajísticos y monumentales (singular castillo) y su cualidad de auténtico remanso natural a dos pasos de la capital y a uno de su populoso y congestionado cinturón de pueblos que se transmutaron en ciudades sepultando su pasado bajo bloques de hormigón y mares de asfalto.

El dueño de un pequeño colmado (vinos y comestibles) se lamenta de la escasa actividad de su pueblo y apunta que quizá los precios de los chalés, que no acaban de venderse, ni a veces de construirse, sean demasiado altos. Una farmacia, un estanco, dos pequeños supermercados y tres bares resumen la oferta comercial de un pueblo cuyo transporte público se reduce a los autobuses que lo comunican con Móstoles, Parla y Fuenlabrada.

En el funcional e inhóspito edificio del nuevo Ayuntamiento, dos jóvenes y amables funcionarias atienden el teléfono, teclean en sus ordenadores y comentan con el cronista forastero las virtudes y carencias de una villa en la que no hay trabajo, ni discotecas para los jóvenes, ni tiendas, ni buenas comunicaciones. Es la otra cara de la tranquilidad, el silencio y el sosiego de la histórica villa, que acaba de celebrar sus fiestas de la Cruz, una tradición que se remonta al siglo XVI y que conmemora la milagrosa aparición de una cruz en llamas sobre la hoguera que un pastor de la localidad había encendido para calentarse. Prodigio reconocido y sancionado por el papa Pío V, que efectuó la singular donación de un par de pontificales zapatillas a la iglesia de Batres. Pío V, dice el alcalde Aizcorbe, debía de ser cojo, según los agradecidos naturales de Batres, que no tardaron en darse cuenta de que los tacones de ambas diferían de tamaño.

Fernando Aizcorbe quiere construir un colegio al que puedan acceder por un camino practicable los niños de las urbanizaciones; en Batres ya existen una casa de cultura y un consultorio médico, y el alcalde sueña con expropiar el desolado solar que se abre frente a la casa consitorial para hacer una plaza que dignifique la sede municipal y la redima de su anodina arquitectura. El pueblo se protege tras la prestancia y el abolengo de su castillo del siglo XI, una compacta y armoniosa construción, rodeada de bosque y de jardines plantados por su actual propietario, Luis Moreno de Cala, que adquirió la finca en 1959 y restauró el castillo, utilizado entonces como secadero de tabaco. Actualmente la fortaleza no puede visitarse por estar en obras. Las frondas que rodean el castillo invitan a perderse en los senderos alfombrados de hiedra y sembrados de bancos, cenadores, pajareras con gallos y faisanes y un estanque con patos.

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