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Planetas lejanos

Cosas tan improbables como la vida o la inteligencia sólo tendrían alguna posibilidad de existir sobre la superficie de planetas, y nunca en estrellas o en el polvo interestelar. Desde Copérnico sabemos que la Tierra es un mero planeta del Sol, un componente más de nuestro sistema planetario. Lo que ignoramos es hasta qué punto el fenómeno planetario es excepcional o frecuente en el universo. Giordano Bruno fue el primero en proclamar que "hay innumerables soles y una infinidad de tierras giran por igual en torno a aquellos soles" y pago su atrevimiento con la hoguera en 1600. Descartes, Huygens y otros abundaron en la misma idea. En 1755 Kant sostenía con naturalidad que "las estrellas fijas, como soles que son, constituyen los centros de otros tantos sistemas planetarios".En la primera mitad de nuestro siglo competían dos hipótesis sobre la formación del sistema solar. Según una de ellas, su origen estaría en la contracción gravitacional de una nube de gas y polvo en rotación, que daría lugar a un disco protoplanetario. Este proceso sería común, y el universo estaría plagado de sistemas planetarios. Según la otra, su origen estaría en la casi colisión de dos estrellas, una de las cuales perdería parte de su materia superficial por efecto de la marea generada por la otra, en torno a la cual se condensaría como planetas. Puesto que en la vastedad del espacio las colisiones estelares son raras, los sistemas planetarios serían excepcionales.

La discusión sobre la pluralidad de los mundos siempre ha sido apasionante, pero hasta hace poco no había superado el nivel de la especulación más o menos ilustrada. Los planetas están demasiado fríos para emitir la luz propia y están demasiado cerca de su estrella como para que sus reflejos puedan distinguirse a gran distancia. En el espectro visible sólo pueden detectarse indirectamente. La presencia de planetas, produce un cierto bamboleo de la estrella por ellos orbitada en torno a su común baricentro. Ese bamboleo tiene un componente de velocidad radial (es decir, velocidad de la estrella a lo largo de la línea de visión entre nosotros y ella), determinable espectrográficamente por el efecto Doppler (desplazamiento del espectro hacia el rojo o el azul). Las oscilaciones periódicas de la velocidad radial son síntoma inequívoco del bamboleo de la estrella, del que puede inferirse la masa y distancia del planeta.Después de varias falsas alarmas y anuncios prematuros, estamos asistiendo a los primeros descubrimientos de planetas extrasolares, y estos resultan más sorprendentes de lo que esperábamos. En 1992 se detectaron los primeros tres planetas nada menos que alrededor de un púlsar (PSR 1257 + 12), una estrella de neutrones girando endiabladamente con un campo magnético intensísimo, un lugar poco recomendable. En octubre de 1995 los suizos Mayor y Queloz anunciaron la detección de un planeta en torno a 51 Pégasi con al menos 150 masas terrestres, pero a sólo siete millones de kilómetros de su estrella (20 veces más cerca que la Tierra del Sol), lo cual pone patas arriba todas las teorías actuales sobre la formación planetaria. En enero de 1996 los americanos Marcy y Butler (que ya habían confirmado el descubrimiento anterior), dieron a conocer dos nuevos planetas extrasolares de masas desmesuradas (ocho veces la masa de Júpiter el uno, 3,5 el otro). No ganamos para sustos.

La temperatura de los planetas (la de los solares es de entre 50 y 750 K) los hace emitir radiación infrarroja, que podría ser detectada por un sistema de telescopios espaciales de infrarrojo como los que piensa poner en órbita la NASA dentro de diez años. Ello tendría la doble ventaja de hacer accesibles los planetas de tamaño terrestre (demasiado ligeros como para hacer bambolear perceptiblemente a su estrella) y de permitir localizar la señal espectral del agua, el ozono y otros signos de posible vida.Jesús Mosterín es catedrático de Lógica, Historia y Filosofia de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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