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Tribuna
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Botellas y sacacorchos

¿Sabe el ministerio de Educación lo que ha hecho al permitir que 2.500 niños de diez colegios públicos de la región aprendan en inglés? Si funciona -de momento no es más que un proyecto, de acuerdo, pero si funciona y los alumnos terminan sabiendo inglés, es decir con la capacidad de mantener una conversación normal y leer un libro de Scott Fitgerald (nivel medio) igual que un empleado de gasolinera de Copenhague, por ejemplo-, eso significa que varias cosas constitutivas de la esencia española están, por primera vez, en serio peligro.Para empezar, si el ejemplo cunde -y es previsible que cunda, visto el entusiasmo de los electores: "Nos ha caído el gordo", decía una madre optimista-, el descomunal negocio de la enseñanza del inglés entra en una zona de turbulencias: casi tantas academias como bancos en la Castellana que, a cambio de precios de gimnasio de yuppie, prometen un inglés de Oxford o un perfecto acento en seis semanas por la tarde, y ello de la mano de profesores nativos (uno se los imagina con bombín y kilt escocés, pues ése es el tono), a quienes se paga justo lo suficiente para que se amontonen en pisos viejos de Tirso de Molina, que es donde está el ambiente castizo que les gusta.

Aunque no será mañana, la iniciativa socava igualmente el negocio de la masiva exportación de estudiantes al triángulo de oro: Londres, Edimburgo, Dublín (y últimamente Boston y aledaños), donde miles de quinceañeros españoles aprenden todos los años rudimentos de italiano y francés, y por culpa de una chica austríaca, por ejemplo, se enteran de lo que es la nostalgia (y sus padres de hasta dónde puede llegar una cuenta de teléfono). Pero lo grave no es eso; lo grave es que si el ejemplo cunde -y funciona-, esa medalla de saber (más o menos) inglés a los 18 años ya no será una pista tan clara como llevar una diadema de ante o, digamos, hablar por la nariz. Una faena. Para marcar las diferencias habrá que buscarse otra cosa.

Luego viene lo del doblaje. Está claro que en Burgos en la guerra fueron dictados decretos más o menos discutibles, pero uno que hay que reconocerle a Franco y es la imposición del doblaje para, decían, preservar el castellano y de paso la pureza del imperio. Gracias a eso (y a las zetas y a las tajantes Jotas del castellano) el español es hoy uno de los ciudadanos del mundo comunicado a quien le cuesta más hacerse con fonéticas distintas, y gracias a eso también ha prosperado una igualitaria industria del doblaje, merced a la cual el estimulante universo de las cien mil lenguas de San Luis se nos resume en 18 voces (19 en temporada alta) que ya reconocemos mejor que la del telediario. Esas voces hacen parte de nuestro patrimonio cultural e histórico, y están en peligro. Se ha comprobado: si la gente aprende inglés, se va acabando ese original fenómeno tan nuestro de que padres de familia responsables, inteligentes y hasta críticos de cine desconfien de los subtítulos (en parte tienen razón: al amparo de la oscuridad, los subtituladores también traducen a veces mientras ven otra película), y aboguen por el buen, viejo y rancio doblaje Anís del Mono

Estos peligros son sin embargo minucias frente al que acecha nuestra alma más profunda, y es que si aprendemos de verdad otra lengua (lo mismo daría italiano que alemán o francés) dejamos de ser tan vulnerables a infinidad de verborreas tronantes, adjetivadores metralleta y adoradores del ombligo, pues en el supuesto de que nuestra lengua no bastara, que sí basta, pronto aprendemos que a menudo otros ya lo hicieron y que a veces hemos estado leyendo traducciones, y además malas. O sea: un verdadero misil contra el panteón nacional. A las armas, ciudadanos.

La pregunta que sigue es: ¿Por qué se torna esta medida en el año 1996 de nuestra era -y para unos pocos-, cuando ya la Europa de Maastricht que vitoreamos la adoptó justo después de la Segunda Guerra Mundial? Abrir colegios y no enseñar la lingua franca del momento (el latín como el francés) es igual que distribuir botellas de vino y no abrecorchos: la broma de siempre. Ya no tiene gracia.

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