El incierto futuro
del líder del Sinn Fein., 1 de septiembre de 1994. El presidente del Sinn Fein, Gerry Adams, era aclamado como un héroe en la zona de Andersontown donde se ubica la sede del partido republicano, en el oeste de Belfast. El IRA acababa de anunciar un esperado y esperanzador alto el fuego y en los sectores republicanos irlandeses todo el mundo atribuía el mérito a Adams. Su carrera política internacional no había hecho más que comenzar. Enseguida fue invitado a compartir mesa y mantel con los altos cargos de la Casa Blanca, acaparando la atención de los medios de comunicación de Estados Unidos cada vez que cruzaba el Atlántico.
La Administración Clinton, ansiosa de asegurarse los votos de la poderosa minoría irlandesa en el país, le otorgó un trato estelar para indignación del Gobierno de John Major, cuyos altos funcionarios eran recibidos en Washington por terceras filas, mientras Adams frecuentaba las altas esferas, incluido el propio presidente Bill Clinton. Sin embargo, si el alto el fuego fue su gran triunfo, que convirtió a Gerry Adams en una estrella de la escena político-social norteamericana, la ruptura de la tregua muy bien puede arrojarle a los abismos de la marginalidad.
El presidente estadounidense, que ha puesto tanto interés político en el proceso de paz del Ulster, debe estar preguntándose si ha valido la pena confiar en Adáms. Si sus buenos propósitos de paz no representan el sentir del IRA, ¿de que serviría seguir recibiéndole en Washington? La credibilidad y utilidad política de Adams están en entredicho en estos momentos, como muy bien apuntó el sábado el ministro de Exteriores irlandés, Dick Spring. A menos que el presidente del Sinn Fein, hombre de talento político, sea capaz de darle un vuelco a la situación y demostrar que el partido republicano tiene aún capacidad de influencia sobre el IRA.
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