Por la patria
Durante años fueron todos muy patriotas. Creían en esto, comentaban. Cuando el departamento de normalización lingüística de la Generalitat de Cataluña o de la valenciana -en Euskadi esos asuntos siempre se han tramitado de manera diferente- llamaba a sus empresas, atendían los ruegos con suma amabilidad. Y acababan poniendo el dinero que les pedían y prometían normalizar su vida privada y sus folletos. Hasta tenían la suprema elegancia cínica de decir que lo hacían de corazón. Y la suprema elegancia, incluso, de pensarlo. Alguno, más manierista, buscaba entre los desvanes de su biografía un elemento probatorio que le permitiera decirse "si es que en el fondo, yo siempre he sido así". En los últimos meses, sin embargo, los patriotas han experimentado una grave mutación: ya no se ponen al teléfono. Todavía no dicen que no -obviamente: son gente muy precavida-, pero los más lo cuaces hacen saber de manera indirecta que no tomarán decisión alguna hasta marzo. En ese silencio, en esa espera pueden advertirse muchas debilidades humanas. Pero sobre todo se advierte una inquietante debilidad política: el carácter en buena parte ilusorio de la autonomía, de las autonomías, como proyectos homogéneos que vertebraran de manera espontánea, de corazón, el cuerpo social. Y se advierte, también, otra ilusión: la autonomía de las autonomías, es decir, su capacidad para generar un discurso, aun que limitado, propio. Ese hombre anónimo -figura poética y pólitica- que duda, calcula y espera no es, en todo caso, más que la derivación de Jordi Pujol, el Gran Hombre que Espera, que con su voluntad de suspender durante unos meses la política en Cataluña, hasta ver qué pasa, ha confirmado de pronto y de manera hiriente, con qué tipo de interés trabajan las patrias.
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