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Vísperas

Surgió de las brumas como un estrambótico fantasma en bicicleta, la lluvia suspendió por un momento su pertinaz cantinela y en un misterioso hueco de silencio sonaron las notas de una flauta de Pan, las sencillas y misteriosas escalas que forman el hipnótico reclamo del afilador. Inquietante anacronismo bajo las modernas torres de apartamento! y oficinas, el afilador hizo, saltar centellas de su rueda entre los coches de doble fila, junto a los parkings y los burgers. Atraídas por su irresistible melopea, emergieron de los portales, con expresión entre temerosa y absorta, algunas mujeres con tijeras y cuchillos, y desde los balcones se asomaron al rito primigenio jubilados en bata y zapatillas. Cetrino, enjuto, silencioso y vestido de negro sacerdotal, el afilador cumplió su tarea y se difuminó en el gris empujando su bicicleta con una mano y haciendo sonar con la otra su bucólico instrumento.Un implícito pacto de silencio borró su fugaz; comparecencia. Nadie comentó nada en los corrillos del barrio, enmudecieron los testigos como cómplices de una conspiración, como si aquella aparición surgida, del túnel del tiempo hubiera sido un suceso insignificante, un ínfimo rasguño en el caparazón de la rutina cotidiana. Pero la indiferencia era aparente y el. silencio una púdica capa para velar la íntima y secreta conmoción que despertó el silbido del afilador en muchos corazones dormidos. El melancólico trino del flautista de Hamelin se llevó prendidas en su estela memorias de la infancia y avivó los ecos de una ciudad perdida en algún sombrío rincón del pasado. Una ciudad a la medida del hombre en cuyas calles la voz humana se alzaba sobre cualquier estrépito.

Hay quien sospecha que el misterioso afilador es la punta de lanza de un fantasmal ejército dispuesto a reconquistar la ciudad, que su silbante y sibillina melodía preludia un retorno a los viejos oficios pregonados de viva voz entre un clamor de motores, bocinas y sirenas. Traperos ecológicos capaces de reciclar cualquier cosa en sus sacos sin fondo, mieleros y queseros con sus productos naturales directamente del productor al consumidor, voceadores de periódicos, buhoneros, lañadores paragüeros y quincalleros sorteando los filtros de los porteros automáticos. Una legión de autoempleados contra el desempleo y los contratos basura, una multitud de pequeños empresarios dispuestos a sobrevivir gracias a" su iniciativa personal y privada.

Un ejército, ilegal seguramente, cuyas actividades entrarían en conflicto con las más diversas instituciones locales, autonómicas, nacionales y europeas, una turba de pequeños delincuentes sin licencia, ni tasas., ni módulos, ni carnés. Y además, una visión tercermundista, impropia de un país que aspira a la moneda única y a la europeidad de primera clase. Una algarabía disonante con el civilizado y mecánico fragor de la ciudad motorizada.La disonancia se paga. Pagaron los artesanos de la plaza de Santa Ana, ilegal y violentamente desalojados de sus puestos por los robocops de la modernidad, anacrónicos trabajadores manuales en el imperio de la producción en serie. Pagan los músicos callejeros, y los hombres estatua, y los vendedores ambulantes, los titiriteros, y los que no parecen lo suficientemente blancos y tampoco parecen lo suficientemente ricos.

En esta ciudad hay demasiada gente parada en la calle o caminando sin un objetivo preciso a cualquier hora, una multitud sospechosa, disonante con la imagen de una ciudad moderna, activa y laboriosa. Ociosos y paseantes que ni siquiera llevan un móvil para cubrir las apariencias.

La ciudad sumergida, vendedores de tabaco de contrabando de todas las razas junto a las bocas de metro,, longilíneos senegaleses hieráticos junto a sus tenderetes de baratijas, magrebíes con su carga de alfombras al hombro. Una invasión subrepticia e imparable que multiplica sus efectivos en claro desafío a todos los controles de extranjería. Ni vagos, ni maleantes, ni peligrosos sociales, supervivientes natos en la jungla espesa y municipal. Náufragos bajo un diluvio que no consiguió barrerles de sus precarios fondeaderos. Un diluvio que nos trajo, envuelta en brumas, la sombra enigmática y atávica del afilador hasta el filo del segundo mílenio.

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