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Tribuna
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A cántaros

El aguacero imprime cambios evidentes en la fisonomía madrileña. Durante el día, la calle está sometida a una invasión de paraguas que Colapsan el tráfico peatonal; por la noche, los bares acusan una progresiva evasión de noctámbulos, parapetados en sus cuarteles hasta que escampe. Cafés cantantes de pasado bullicioso se parecen cada vez más a salones de la Acción Católica. Descienden la contaminación, la gripe y la vida disipada. Se incrementan las goteras, los chubasqueros y la vida recoleta. Los chaparrones son preludio estético de la ética fin de siglo.Antes de caer chuzos de punta, ya habíamos sufrido en Madrid otro diluvio, el de cantautores. Levantas un ladrillo, y saltan unos cuantos. Están por todas partes, y casi todos veneran a Pablo Guerrero, artista sublime al que su talante beatífico le ha dado fama de anacoreta. Guerrero es el abanderado de la paz interior, que es lo que buscan los, cachorros musicales.

Esta novísima camada de juglares propende a la contemplación, casi a la mística. Cuando alguien les reprocha que no se mojan, echan mano del maestro extremeño y replican apaciblemente: "Tiene que llover a cántaros". Pues bien, ya ha llovido de ese modo, a pesar de lo cual, ellos siguen retozando por los espacios etéreos.

Hay quien dice que están en, las nubes y que por eso lucen esa pinta angelical. Otros interpretan de distinto modo esa evanescencia. "Son los signos de los tiempos", dicen. Tras muchos años de vida hacia fuera, las postrimerías del siglo XX en Madrid se tiñen de vida interior, de sosiego endocrino. La golfería y la disipación están de rebajas. Ahora se impone el sosiego.

Ante este panorama, un sector minoritario de ciudadanos proclives al despendole, ha plantado cara al destino. Ya se empieza a notar en algunos bares el renacimiento de la existencia disparatada y galante. Los propulsores de este movimiento se agarran como lapas a una frase de Joaquín Sabina, abogado de la nocturnidad:

"Como fuera de casa de uno, en ninguna parte".

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