Amagando con el Gobierno de coalición
En vísperas de unas elecciones legislativas en que se va a invitar al país a optar entre un Gobierno de centro-izquierda o de centroderecha, la hipótesis de un Gobierno de coalición entre el PSOE y los nacionalistas catalanes y vascos parece asomar de nuevo en nuestra vida política. Para la gran mayoría de los españoles, incluida la mayoría de los ciudadanos catalanes y vascos, hay pocas dudas acerca de lo que deberíamos decidir en el mes de marzo. Por eso se hace más arriesgada y hasta incomprensible la vuelta a un proyecto que pudo tener justificación en otro contexto político, pero que difícilmente encaja con el sentido atribuible a la inminente contienda electoral.Algunos pensamos, desconozco si somos muchos o pocos, que la dirección del PSOE se ha equivocado insistiendo en la candidatura de Felipe González Para la presidencia de un eventual Gobierno socialista. La presión de los expertos en mercadotecnia electoral, en combinación con el lamentable exceso de liderazgo que domina hoy a la política española, ha hecho imposible la manifestación más plástica de una auténtica voluntad de renovación socialista: la sustitución del candidato a la presidencia del Gobierno, con la consiguiente aceptación tácita de una razonable y suficiente dosis de responsabilidad política por todo lo ocurrido, y ha sido mucho, desde 1993. El que las cosas no se hayan hecho así va a suponer una seria dificultad para que algunos sectores de opinión puedan renovar su confianza en la socialdemocracia española.
En compensación, es seguro que otras personas se sentirán reconfortadas por poder seguir disfrutando del amparo de su líder, e incluso no faltarán los que como le sucedía a Araquistain con Largo Caballero en 1934, habrán de sentir un íntimo temblor al contacto con el carisma o el magnetismo del máximo dirigente. Allá cada uno con sus gustos y aficiones. Pero con Felipe González o sin él habrá que entender como perfectamente legítirna la pretensión socialista de renovar su actual mayoría. Una pretensión tan comprensible como la del Partido Popular de alcanzar ese estatuto tras su larga marcha por los descampados de la oposición.
Desde hace ya algunos años se hace evidente que una de las mayores debilidades de nuestro, sistema político radica en el deficiente. entendimiento entre mayoría y oposición. No es momento para dilucidar ahora las responsabilidades por esta situación. Sí puede serlo para manifestar una clara voluntad de superación del problema. Y en el inicio de 1996 ninguna fórmula puede garantizar mejor la expiación de los pecados del pasado en esta materia que la decisión de respetar los resultados electorales, favoreciendo la formación del Gobierno por parte de aquel partido que alcance mayor representación en el Congreso de los Diputados. El que la minoría mayoritaria decida después su reforzamiento mediante el recurso a alianzas parlamentarias o gubernamentales, sería cuestión de otra naturaleza. Todo hace indicar que ésta es la voluntad del país en relación a las próximas elecciones. Intentar torcerla mediante el recurso a un Gobierno de coalición como al que antes se aludía tiene todas las trazas de ser manifestación de una supuesta ingeniería política a la que, sin embargo, no son fáciles de adivinar justificaciones de recibo.
De todos los argumentos ocasionalmente apuntados en favor de un eventual Gobierno de coalición entre el PSOE y los nacionalistas capaz de cerrar el paso al Gobierno del Partido Popular, me parece el menos aceptable la presentación de esa coalición como una oportunidad histórica para incorporar a la opinión catalana y vasca al conjunto de la vida política española. Y me lo parece así, en primer lugar, porque todo hace indicar que las próximas elecciones confirmarán la solidez de esa incorporación mediante el voto mayoritario de catalanes y vascos a partidos de ámbito estatal. En- segundo lugar, porque es sumamente probable que aquellos sectores de opinión catalanes y vascos en que es menor el interés por la vida política española de signo global son los que concentran su voto en los partidos nacionalistas. En tercer lugar, porque de ser cierta una preocupación de los partidos nacionalistas de centro-derecha por la participación en la política general del Estado, lo normal sería que la misma se articulara a través de su entendimiento con el centro-derecha estatal. Si, pese a ello, Convergència y el PNV solamente contemplan la hipótesis de coalición con el PSOE, será legítimo concluir que ello tiene más que ver con la política nacional -autonómica propugnada por los partidos nacionalistas -y con su creencia de que será más fácil imponérsela a un PSOE a la baja que a un PP al alza- que con su supuesto interés general en la política española.
Finalmente, da la impresión de que el problema no lo es tanto para Convergència y el PNV como para el PSOE. Lo que tiene que calibrar la actual dirección socialista es si los hipotéticos - beneficios de un Gobierno de coalición logrado gracias a la mejor predisposición socialista para entenderse con los nacionalismos periféricos -ventajas de venir del intemacionalismo proletario, decía en ocasión parecida una voz del oportunismo socialista en la II República- son mayores que los costes derivables de esa decisión para la buena salud del sistema político en su conjunto. El tema, me parece, tiene la suficiente entidad como para que no deba resolverse en las cocinas políticas y, mucho menos todavía, con posterioridad a la celebración de las elecciones.
Los votantes socialistas tienen derecho a saber si la hipótesis de coalición con los nacionalistas como alternativa a un triunfo popular sin mayoría absoluta es contemplada seriamente. De ser así, tienen igual derecho a conocer los argumentos que justifican un eventual entendimiento con el centro-derecha nacionalista en paralelo a la incompatibilidad radical con el centro-derecha estatal o Izquierda Unida. Y es de esperar que en la explicación consiguiente se avancen argumentos que vayan más allá del realismo descamado implícito a la estrategia de que los acuerdos solamente son posibles cuando media la garantía de que la ocupación del poder será, pase lo que pase, respetada.
Bien mirado, siempre será mejor esta línea de explicación que ver convertidos a algunos de los "Jóvenes nacionalistas" del 82 en "maduros abertzales" del 96. Porque entonces comprobaríamos que el cinismo de aquel político conservador que amenazaba con hacerse cismático si la Iglesia católica insistía en la cosa de la doctrina social era en realidad un juego de niños en comparación con la disposición de algunos miembros del Gobierno de Felipe González para salvamos de los riesgos del feroz españolismo del Partido Popular con la ayuda de la prudencia y el sosiego ante la cuestión de Arzalluz, Anasagasti o del mismo Pujol en sus días de Mr. Hyde. Algo barruntaba de todo esto el señor Belloch cuando en alguna ocasión se refirió públicamente al peligro del nacionalismo español, peligro al fin bastante más llevadero que los problemas que él debería tratar de resolver en sus ministerios. En todo caso, si ésta es la explicación en que se ha pensado para un hipotético Gobierno de coalición alternativo al centroderecha, me permitirán sus mentores que insista en las ventajas de aquel realismo descarnado. Algo más difícil de vender, pero notablemente menos dañino para la salud política de los españoles.
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