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Entramos en la era posliberal

La revolución liberal, lanzada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, conquistó el mundo a partir de la caída del régimen y el imperio soviéticos. Ningún país se resistió a ella: en todas partes se abrieron las fronteras y triunfó la globalización. De los países poscomunistas, Polonia fue el que más fogosamente se lanzó a la privatización de su economía; en Europa occidental, algunos discursos sobre la necesidad de la creación de una unión política y social no evitaron que lo esencial de la construcción europea fuera la libre circulación de capitales, y que Francfort apareciese cada vez más como la auténtica capital de la Unión Europea. En Latinoamérica, después de Chile, México y Bolivia, Argentina cambió de política económica cuando le tocó el turno de sufrir la hiperinflación, y Brasil, con la elección de F. H. Cardoso, aceptó la apertura de sus fronteras. Por último, y no menos importante, el entusiasmo liberal más extremo se ha desencadenado en China y también en Vietnam, mientras que Fidel Castro trata de transformar su isla, que sigue bajo su control dictatorial, en un club de vacaciones para turistas extranjeros.La transformación del mundo ha sido tan completa y tan rápida que cualquier vuelta hacia atrás es imposible e incluso impensable. Es algo que se aprecia cuando los ex comunistas vuelven al poder en Europa central: no anuncian de ningún modo el regreso a una economía estrechamente dirigida por el Estado.

Pero si la tormenta liberal ha efectivamente destruido todos los sistemas de control político de la economía y ha obligado a todos los países a someterse a las condiciones de la competencia internacional, hoy debemos dudar de que los últimos 20 años nos hayan hecho entrar en una sociedad liberal estable -sustitutoria de las sociedades estatales autoritarias o corporativistas- y basada en la suma de economía de mercado, democracia política y tolerancia cultural. Esta idea y este modelo ideal nos han sido propuestos por muchos dirigentes políticos e ideólogos en el momento en que el liberalismo parecía triunfar como forma estable y prácticamente perfecta de organización social.

En la actualidad, sólo pocos años después de la caída del muro de Berlín, la situación ha cambiado por completo. En todas partes, los regímenes e ideologías liberales son cuestionados o encuentran grandes dificultades. Los excomunistas están en el poder en Polonia, en Hungría, en Bulgaria, en Lituania, en Bielorrusia, en Ucrania, en Azerbaiyán y en algunas repúblicas turcófonas de Asia central. México experimenta una crisis profunda, y Argentina, después del éxito de su reforma económica, retrocede en vez de avanzar. En Europa occidental, donde las conmociones son menos violentas, Silvio Berlusconi no resistió a una gran manifestación organizada por los sindicatos, y los proyectos de Alain Juppé, basante análogos a los de Berlusoni, quedaron bloqueados por una huelga masiva de los servicios públicos. El propio Japón tiene dificultades para salir del estancamiento que siguió al estallido de su burbuja financiera, y en Gran Bretaña ha sido más claro el aumento de su masa de pobres que la recuperación de su economía. Sólo EE UU ha conocido grandes éxitos al tomarse una gran revancha contra Japón.

En todo el mundo, la revolución liberal ha aumentado las desigualdades sociales y la exclusión, ha fomentado la especulación financiera más que la inversión industrial y ha provocado la preocupación de los consumidores de las clases medias y la desesperación de los jubilados. Los que han sufrido las conmociones o las temen exigen garantías, se apoyan en el Estado protector y alejan del poder a los liberales más militantes. De una forma generalmente muy confusa, se intenta en todas partes limitar los efectos del mercado, mantener la integración social, devolver más iniciativa al Estado y disminuir los efectos de la exclusión. El mundo está saliendo de lo que ha sido una transición liberal, y no el establecimiento duradero de una sociedad liberal. Está entrando con dificultades en una era posliberal, porque trata de reconstruir nuevas formas de control político y social que impiden que la economía tenga un carácter salvaje. Lo que se llama globalización es el equivalente generalizado de lo que fue el imperialismo a finales del siglo XIX e incluso de lo que fue la revolución industrial que se desencadenó en Gran Bretaña con la apertura del comercio internacional. ¿Esperaremos tanto como hizo Europa occidental para luchar contra la proletarización y la miseria urbana? ¿O conoceremos la oleada de revoluciones que siguió al periodo de imperialismo y arrastró a la mitad del mundo, desde México a la Unión Soviética y posterior mente a China? La reacción actual parece, sin embargo, al mismo tiempo más rápida, menos radical y sobre todo más desorientada. A veces es incluso más ambigua. En Francia, por ejemplo, la reciente crisis social ha visto renacer la oposición ideológica entre el sector público, ornado de todas las virtudes cívicas, y el sector privado, condenado por su abandono a las leyes del mercado. Pero esta nostalgia del periodo de reconstrucción de la posguerra es tan vana como la de las abuelitas rusas que añoran a Stalin y Bréznev. En México, todos sienten que la crisis es más política que económica, pero es difícil salir de un régimen de partido largo tiempo único, que ha producido una nomenklatura tan poderosa como la soviética. En otros países, la salida de la transición liberal se produce con confusión y en ausencia de perspectivas a largo plazo.

Pero, más allá de estas confusiones y contradicciones, el hecho principal es la voluntad, visible por doquier, de utilizar el sistema político para hacer oír democráticamente las preocupaciones y resentimientos del mayor número de personas, para recordar a los dirigentes que no hay una buena gestión económica sin confianza de la población.

Parece inevitable que este conocimiento por parte de la opinión pública de las reivindicaciones e intervenciones del Estado frene o interrumpa los grandes proyectos liberales. ¿Puede uno imaginar que los países europeos continúen todavía varios años subordinando toda su, política económica y social al logro de una moneda única, a la que nadie discute su gran utilidad para resistir a la inseguridad financiera alimentada por la especulación internacional, pero que desde luego no es capaz de solventar todos los problemas de una economía paralizada por la preocupación? El proyecto europeo, que debe mantenerse, tendrá que adaptarse para tener en cuenta la nueva situación de la opinión pública. En cuanto a los países que acaban de cambiar de política o que parecían próximos a llamar al Gobierno a un equipo liberal, como ocurre con España, podrían muy bien ser de los primeros en entrar en el posliberalismo, a veces incluso sin haber pasado por la revolución liberal. También se observa que Brasil o la República Checa transforman su economía con mucha más prudencia que Argentina o Polonia.

El siglo XXI no será el siglo de la vuelta al liberalismo; es el nuestro el que conocerá en sus últimos años las grandes borrascas finales de la tormenta liberal. El siglo XXI será posliberal, quizás incluso antiliberal, igual que, tras el siglo XIX victoriano, la primera mitad del siglo XX asistió al ascenso de ideologías, movimientos sociales y políticas económicas cada vez más radicalmente antiliberales . ¿En qué condiciones, y con qué velocidad, sabremos salir de la transición liberal sin caer en las nuevas formas de autoritarismo que ya vemos desarrollarse en el Este, en China, Malaisia o Indonesia y en algunos países árabes?

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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