De Cercedilla al cielo
Un paseo nostálgico por la senda que seguían los pioneros del esquí y del montañismo a principios de siglo
Llegaban a Cercedilla por intercesión de los Ferrocarriles del Norte, que prestaban sus mínimos servicios desde Madrid en trenes sin calefacción, comunicación entre coches ni ninguno de los; adelantos modernos. Ateridos, dormijosos y derrengados, después de tres horas largas de viaje emprendían la áspera subida a la misérrima casilla de peones camineros de El Ventorrillo.Alquilar caballerías costaba tres pesetas, pero pocos disponían de ese capital y muchos, por no decir todos, marchaban a pie y con las tablas de patinar cargadas sobre los hombros. A su camino le llamaron, no sin razón, el atajo del Calvario.
Fue Manuel González de Amezúa quien, en 1904, tuvo la ocurrencia de ponerse a patinar (así se decía entonces) en las laderas de El Ventorrillo, calzando unos esquíes antediluvianos que le habían procurado unos noruegos que gobernaban la Compañía de Maderas, en Cercedilla.
Pronto el nuevo sport (así se decía entonces) cautivó a una pandilla de esnobs, la misma que en 1907 fundó el Twenty Club y, un año más tarde, el Club Alpino Español. Entonces él mundo era joven. Nevaba a sacós. Y el puerto de Navacerrada, cuatro kilómetros carretera arriba, persistía. inhóspito como paso de carruajes y refugio de cabreros. Aunque por poco tiempo.
La vulgarización del automóvil y la construcción del ferrocarril eléctrico a Navacerrada (1923) arrebatarían a El Ventorrillo su primacía como campo de sport invernal de los madrileños. Los patinadores se mudarían a cotas más altas. Los montañeros, agrupados en sociedades, fletarían autocares hasta el mismísimo puerto. Y de no ser por las vacas y por algún que otro caminante melancólico, el atajo del Calvario, el gozoso viacrucis de todos los domingos, hubiera quedado sepultado bajo las retamas del olvido.
Así pues, el excursionista que se despierte nostálgico habrá de acercarse a Cercedilla en tren, como en los viejos días, para luego atravesar el pueblo de cabo a rabo, de la estación al polideportivo Fernández Ochoa, y una vez en la avenida de González Amezúa (¿le recuerdan?) enfilar su prolongación por pista de arena entre las postreras casas de la villa. Justo donde hace esquina la última vivienda nace el ramal de la línea telefónica que da conversación a los actuales residente -mayormente veraniegos- de El Ventorrillo.
Los postes del tendido parlante serán los hitos en que deberá confiar el excursionista: a su vera asciende el primitivo atajo del Calvario cruzando primero la. carretera asfaltada que lleva hasta el embalse de Navalmedio y después, la pista que va del Portazgo a la pradera de las Cortes. El camino, muy desdibujado a partir de aquí tras décadas de abandono, zigzaguea entre jaras y piomos, solventa un cercado a través de un zarzo y se interna en el pinar que cobija las edificaciones de El Ventorrillo.
Poco tiene que ver este lugar, sede de máquinas quitanieves, de residencias bancarias y de la Estación Biogeológica de Consejo Superior de Investigaciones Científicas con aquel apartado puesto de guarda-camineros que vio la chaladura del Twenty Club y las primeras incursiones serranas de los alumnos de la Institución Libre de Enseñanza.
Ahora todos, del más esnob al más garrulo, pasan de largo camino de Navacerrada.
Mas el excursionista nostálgico preferirá descender dos centenares de metros por la carretera y tomar la pista forestal que surge a mano izquierda en la primera curva. Una hora de caminata y se plantará en plena cuerda de las Cabrillas. Desde allí, balcón de balcones sobre el valle de la Barranca, oteará mejor que los buitres la sierra de la Maliciosa. La Bola del Mundo y los telesillas del puerto, lejos de amargarle la vista, le inspirarán una perversa alegría: para calvario, los atascos de Navacerrada.
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