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Lo que ha cambiado también para España

Joaquín Estefanía

Ya se han explicado hasta la exhaustividad las diferencias entre el Mayo del 68 y las huelgas de diciembre pasado en Francia; no sólo no han tenido mucho que ver, sino que, en muchos aspectos, han expresado ideologías contrapuestas (el primero, un impulso hacia adelante; las segundas, criterios defensivos). Pero sí cabe una analogía entre ambas situaciones históricas: nada volverá a ser como antes.Ahora mismo memorizo tan sólo vagamente las causas del 68, pero sus consecuencias fueron profundas: inauguró una cultura de la tolerancia en las costumbres que se extendió con rapidez; la protección de la naturaleza, la igualdad entre el hombre y la mujer, el sujeto como protagonista, del Cambio y tantos otros de esos movimientos transversales que penetraron en la sociedad (y con los que hoy quieren acabar los ultraconservadores norteamericanos) fueron a partir de entonces parte de la civilización occidental. Dentro de escaso tiempo pocos recordarán con nitidez que las multitudinarias protestas de este último año tuvieron su origen en la reforma de la Seguridad Social francesa, pero la pedagogía, la negociación, el consenso, el convencimiento (le los ciudadanos, la no imposición manu militari de los esfuerzos económicos -ni, otras decisiones-, el no rotundo al despotismo ilustrado, devendrán características fundamentales de nuestras democracias.

Esta es la lección más poderosa de lo acontecido: habrá un antes y un después de diciembre de 1995 en la política europea. No se debe dar por supuesto nunca más que los ciudadanos no saben lo que quieren, y es preciso actuar por ellos. No se atropellan gratuitamente los pactos implícitos o explícitos, esa inmensa red de solidaridades y complicidades sobre la que actúa una sociedad. Al menosprecio de algunos tecnócratas le ha contestado la desconfianza letal de la calle. No existe, en suma, una elasticidad infinita entre gobernantes y gobernados, entre el príncipe y el pueblo, sin riesgo de que se fracture la esencia del sistema. Es urgente compatibilizar las exigencias impuestas por la internacionalización de la economía con la difusión de los intereses sociales. Martine Aubry, dirigente socialista gala, ha resumido la advertencia: "La moneda única es buena, pero sólo como instrumento para hacer una Europa más fuerte. Es un instrumento que no merece que el país se rompa para adquirirlo".

De esta lectura positiva de las movilizaciones se desprende una nota optimista respecto a, la coyuntura española. Al contrario que otros, pienso que la campaña electoral no se va a centrar en. él poco glorioso pasado. En los programas de los partidos, en los debates entre los líderes y en. los mítines de los dirigentes locales van a estar irremediablemente presentes los problemas del país y sus soluciones alternativas, y no sólo las alusiones rencorosas al ayer; so pena de que sus protagonistas aspiren a que los ciudadanos los ignoren o les respondan con la ironía y la abstención.

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El Partido Popular tendrá que presentar de una vez, con pelos y señales, su programa de gobierno; explicar en qué momento y por qué decidió asumir como suyas las prioridades de Maastricht tras haber navegado, por otros mares, y concretar -concretar, no enunciar- cómo es posible reducir el déficit público al 3% del PIB bajando los impuestos y con reformas meramente cosméticas. El PSOE, por su parte, habrá de decidir si su discurso es el del europeísmo radical -sí a los plazos y sí a los criterios de convergencia- del que ha hecho gala Felipe González (presidente entonces de la Unión Europea) en la Conferencia de Madrid, o el de Alfonso Guerra (al fin y al cabo, vicesecretario general del partido), lleno de matices y sospechas al proceso de unificación europea, explicitado también durante los mismos días en una reunión sobre el futuro del socialismo. ¿Se aproximan los socialistas españoles a las tesis del canciller alemán, democristiano, Helmut Kolh, o a las más renuentes de su correligionario de la Internacional Socialista Oskar Lafontaine? Quizá a los dirigentes europeos de la primera línea, como González, les corresponda hacer una lectura dura y sin fisuras de la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria -para no dar argumentos a los especuladores de los mercados financieros-, pero a los políticos nacionales, también como González, les toca evaluar ante los ciudadanos, sin fundamentalismos (tampoco el europeísta), las opciones a un escenario sembrado cada día de mayores incertidumbres. A ambas formaciones, socialistas y conservadores, les une la urgencia de convencernos de que moneda única y Estado de bienestar no son incompatibles y de que la austeridad es imprescindible para el buen funcionamiento de las economías desarrolladas de fin de siglo, con o sin Maastricht.

Los intelectuales también tienen que recuperar su puesto en el debate y acabar con el silencio de los últimos años. Es preciso volver al discurso de la complejidad, y denunciar el populismo que lo ha invadido todo, la demagogia y la simplicidad que excitan las bajas pasiones. Y encontrar explicaciones al hecho de que, también en la rica Europa, nuestros hijos, previsiblemente, van a vivir peor que nosotros; es decir, que el progreso histórico no es, lineal, como durante tanto tiempo nos engañamos en creer. Ha sido digna de atención la polémica ideológica en Francia: intelectuales frente a intelectuales, izquierda reformista frente a izquierda conservadora, gaullistas frente a liberales, europeístas frente a euroescépticos en lo que trata de la soberanía la unidad del continente, el Etado de bienestar, la globalización económica o el proteccionismo. Aunque sólo sea coyuntural, en esta ocasión no se ha repetido la traición de los clérigos. Un europeísta tan sólido como Dahrendorf -y tan poco sospechoso de izquierdismo- ha escrito lo evidente: "De pronto la seguridad vuelve a adquirir enorme importancia. La gente está harta de las reformas inciertas que han dominado los últimos años... Mientras los reformistas siguen insistiendo en la necesidad de flexibilidad, los ciudadanos buscan clavos ardiendo a los que agarrarse en el turbulento mar del cambio. Los esperan sobretodo de la política social, ya sea la vieja garantía de subsistencia del comunismo o las comodidades de un Estado de bienestar que se desvanece".

No puede darse una abdicación ole la responsabilidad ni una claudicación intelectual ante el miedo al futuro si se pretende que de esta crisis surja el reforzamiento de una Europa unida y solidaria de los ciudadanos. A finales del siglo XX nos estamos planteando otra vez la sociedad en la que queremos vivir. Una sociedad en la que se limite la fractura social y en la que no haya imposiciones por la fuerza y a traición.

Lass utopías se han desvanecido: todos nos mostramos partidarios de una sociedad razonable y no de la sociedad ideal, es cierto que las quimeras globales nos han llevado en la mayor parte de las ocasiones al infierno en la tierra, pero necesitamos una nueva utopía social porque la política no se reduce a la gestión. No valen, ya se ha demostrado, ni "el economicismo de laboratorio que no atiende a las exigencias políticas o a los costes sociales" (Herrero de Miñón), ni "el pensamiento único que pone a la economía en el puesto de mando" (Ignacio Ramonet), ni la tendencia de la economía a colonizar la política" (Albert Hirschman). La política es legitimidad, y esta legitimidad, que renace, es lo que esperamos de las elecciones españolas.

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