El entierro de la Constitución
No estoy hecho para las devociones y no soy adepto del culto a la Constitución. No se requiere, sin embargo, un ánimo devoto para escandalizarse por la gamberrada que, según la prensa, perpetraron en San Sebastián las juventudes del PNV el día de la Constitución, con la celebración burlesca de su entierro. El hecho sería lamentable aunque hubiera sucedido en Badajoz o en Valladolid, para citar sólo dos de las muchas ciudades en las que no es frecuente encontrar gentes que pongan en duda su españolidad, pues siempre es lamentable que alguien haga escarnio público dé lo que otros reverencian. En San Sebastián y protagonizado por los jóvenes del autodenominado nacionalismo democrático, la penosa ceremonia evidencia además la persistencia agudizada de un error que puede llevamos a la catástrofe porque afecta a la base de nuestra convivencia, al fundamento de la Constitución.No sé si los responsables del partido han censurado o no la graciosa ocurrencia de sus jóvenes. Desgraciadamente es igual que lo hayan hecho o dejado de hacer, pues el epiodio se inscribe en la misma línea de pensamiento que llega a sostener que en el País Vasco está vigente el Estatuto pero no la Constitución. Una afirmación cuya necedad no se atenúa, sino que se incrementa, cuando se la intenta refinar con la precisión de que se habla en términos estrictamente políticos, no jurídicos. En relación con la Constitución, la distinción entre lo político y lo jurídico violenta la realidad, pero si a pesar de eso se quiere distinguir, más absurdo es ignorar la relación política que existe entre Constitución y Estatuto que la dependencia jurídica entre las normas estatutarias y las constitucionales. La libertad política del País Vasco sólo es posible en virtud de la opción política fundamental sobre la que se apoya la Constitución, que es precisamente una nueva idea de nación. Toda Constitución que no sea una carta otorgada desde afuera, como la que quizás los grandes de este mundo se disponen a manufacturar para Bosnia-Herzegovina, implica una unidad preexistente; en definitiva, una nación. Hay sin embargo muy diversos modos de entender lo que sea una nación y por eso también muy diferentes tipos de nacionalismo. En un extremo está la nación como etnos, como singularidad natural y en su forma más primaria, racial, biológica; en el otro, el pueblo como demos, como conjunto de hombres que viven sujetos a las mismas leyes que ellos mismos se dan. Ninguna de estas concepciones puede prescindir enteramente de referencias míticas y de un cierto componente épico, de una idea acerca del significado y la misión que a la nación corresponde en el conjunto de la humanidad, y, tanto en una como en otra, esta idea puede llevar hacia la conquista y el imperialismo si se poseen los medios para ello. Dejando de lado este riesgo, que ya no nos amenaza ni a los españoles en particular ni a los europeos en general, las dos concepciones llevan hacia dos formas muy distintas de organizar la convivencia. En tanto que la lógica propia del nacionalismo étnico lleva necesariamente hacia la homogeneización cultural e incluso étnica, el demótico, con independencia de cuál sea la estructura del Estado, es compatible con la diversidad e incluso la alienta.
Y éste es el gran cambio que se intentó en 1931 y que la Constitución de 1978 ha introducido en nuestra historia. Las minorias políticamente ilustradas que la hicieron (toda Constitución es siempre obra de minorías), la construyeron sobre un nacionalismo que existía entonces sólo como proyecto y con el que se pretendía superar tanto el nacionalismo castellanista de la España imperial como los nacionalismos antiespañolistas de vascos. y catalanes. La idea de una España integrada por hombres que tienen una historia común y un grado de solidaridad recíproca mayor que la que los une, por ejemplo, con franceses o británicos, pero con, lenguas, tradiciones y costumbres diferentes que todos ellos intentan preservar. No se trata necesariamente, aunque a veces se la presente así, de una, idea de nación, de un nacionalismo, basados en la resignación; en la conciencia de una doble impotencia, la de Castilla para imponer a todos su cultura y su lengua y la de los nacionalistas vascos y catalanes para romper los lazos que una historia de siglos ha construido. Más Adecuado es en tenderlo como obra de pioneros ,en la compleja tarea de organizar la convivencia sobre un sistema de dobles lealtades _de la que depende la construcción de Europa. Este nuevo nacionalismo de la España plural que la Constitución exige y que ya vive en el ánimo de muchos españoles sólo puede construirse, sin embargo, sobre el sacrificio de todos los nacionalismos étnicos que en España han sido y, por desgracia, siguen siendo. Del tradicional nacionalismo español, que tiene manifestaciones más inteligentes y más modernas que las de la tosca retórica franquista, apoyada sobre todo en la época de las hazañas y en los valores de la Contrarreforma, pero también, por supuesto, de los nacionalismos igualmente tradicionales, aunque la tradición sea más corta, de catalanes y vascos, que se afirmaban (y por desgracia, aunque no en todos los casos, sé siguen afirmando) por oposición a España. Ninguno de estos nacionalismos tradicionales puede mantenerse sin hacer inútil el sacrificio de los demás.
A juzgar por las declaraciones reiteradas y a veces, permitaseme la ironía, desaforadas, de quienes hablan en su nombre, es este sacrificio el que el PNV no está dispuesto a hacer. Quiere el Estatuto, que sería imposible sin la Constitución y por tanto sin el sacrificio de las concepciones viejas, pero deja a los demás el trabajo de hacerlo para seguir enarbolando y alentando el viejo nacionalismo étnico.
Sin duda, también en otras partes se encuentran actitudes de este género, pero nunca, creo, en la doctrina de otros partidos, y sería injusto equiparar las opiniones que se vierten en algún diario madrileño o el griterío de los ultras del fondo sur con las declaraciones siempre autoriza das, aunque no sean siempre mesuradas, de quien, como presidente del PNV, dirige el Gobierno del País Vasco. Es verdad que, en virtud de una estructura insólita en Europa, puede llevar a cabo esta tarea sin implicarse personalmente en la labor del Gobierno, pero nadie puede dudar de que son sus ideas las que orientan la acción de éste. Y, de estas ideas vienen tanto la patochada del entierro como la creación de un clima del que resultan ya males mucho más graves y, si no se le pone remedio, quizás un futuro sombrío.
La nocividad de tales ideas no se ve aminorada, sino más bien potenciada, por su famosa ambigüedad, que es forzoso atribuir a cálculo para no injuriar a quienes las sustentan con la sospecha de que se debe a falta de lucidez, pues sólo merced a ella es posible rechazar con energía y seguramente con sinceridad la apelación a la violencia o el uso de ella al mismo tiempo que se alienta el peculiar nacionalismo del que esa violencia brota. Un nacionalismo que es claramente preconstitucional, es decir, inconstitucional.
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