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La causa monárquica

El domingo pasado el Rey envió a través de Televisión su vigésimo mensaje de Navidad; a lo largo de estas dos décadas, sin embargo, las funciones de Juan Carlos I como jefe del Estado han cambiado sustancialmente: si durante la primera etapa del posfranquismo conservaba teóricamente las exorbitantes atribuciones heredadas de Franco, la Constitución de 1978 le atribuye las competencias, mucho más limitadas, de un monarca parlamentario. Según el articulado de la norma fundamental, el Rey es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado, arbitra y modera el funcionamiento regular de sus instituciones y asume su mas alta representación en las relaciones internacionales; su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.Ésa es la razón de que los mensajes institucionales del Rey no tengan una lectura sencilla; el Monarca no es un portavoz coronado al que las mayorías parlamentarias elegidas en las urnas utilizarían para transmitir los proyectos y las prioridades gubernamentales, pero sus palabras tampoco expresan opiniones de carácter personal sobre la situación política nacional e internacional. Desde esa perspectiva, las críticas de Julio Anguita a las referencias hechas por el mensaje del Rey al desempleo, la corrupción, las tropas españolas en Bosnia, la Cumbre de Madrid y la transición son una nueva patochada del coordinador de IU, tan aficionado a invocar la Constitución en vano como desconocedor de las diferencias existentes entre la dimensión normativa y los aspectos programáticos de su articulado.

Los pasos dados hasta la Monarquía parlamentaria desde la Monarquía católica, social y representativa instaurada por Franco en 1947 y aceptada como potencial sucesor por don Juan Carlos en 1969, no fueron fáciles. En la mayoría de las rememoraciones de la transición publica das en estas últimas semanas, los actores y los testigos de la agitada etapa abierta con la muerte del dictador y cerrada con el restablecimiento de las instituciones democráticas han puesto de relieve el decisivo protagonismo personal del Rey a lo largo de todo el proceso. La tarea era peligrosa y los obstáculos grandes: como puso de manifiesto el frustrado golpe militar del 23-F, don Juan Carlos se jugaba la Corona en el intento. Tras desatar los nudos legales e institucionales con que Franco había trabado a su sucesor, el Rey renunció a los contenidos autoritarios de la forma monárquica de Estado, e hizo suyas las tradiciones parlamentarias de las dinastías europeas.

Javier Tusell ha reconstruido en su excelente libro sobre Don Juan Carlos I las atormentadas relaciones del triángulo formado por Franco, el conde de Barcelona y el actual Rey; pero también las mutaciones doctrinales y políticas sufridas por la causa monárquica en el exilio. Desde la guerra civil hasta 1942, el proyecto de restauración fue diseñado como una monarquía autoritaria capaz de convivir con los regímenes fascistas. La derrota de las potencias del Eje alineó al conde de Barcelona con la ideología de los aliados durante la inmediata posguerra; según Tusell, "la democracia, para Don Juan y los monárquicos, era en esas fechas más irremediable que deseable". Entre 1948 y los años sesenta se desplegaría una etapa de colaboracionismo político con el franquismo y de involución doctrinaria hacia la monarquía tradicional; entre otros ejemplos significativos, Tusell cita algunas frases de La hora monárquica, libro publicado por Luis María Ansón en 1958: lo liberal es "la máscara trágica, la careta bufa de la falsa libertad"; el sufragio, los partidos sin límite, el parlamentarismo absoluto, eso ya no quedan hombres inteligentes que lo defiendan". Pero la llamada Monarquía del 18 de julio no resistiría los embates del tiempo y mostraría su incapacidad, tras la muerte de Franco, para satisfacer las demandas de la sociedad española: una vez coronado Rey, el mérito político de don Juan Carlos fue comprender que a finales del siglo XX sólo era posible una Monarquía parlamentaria.

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