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Unidos en la crisis

EE UU y Francia libran batallas presupuestarias similares pero con distintos protagonistas y soluciones

Antonio Caño

Lo que está ocurriendo en EE UU, la pelea sobre el déficit y la crisis presupuestaria, es, en cierta medida, la versión yanqui de los sucesos en Francia. En ambos casos, no se trata más que de decidir cómo se sustituyen beneficios sociales que resultan ya impagables para el Estado. Los papeles, sin embargo, están invertidos en los dos países: aquí, el presidente Bill Clinton ocupa, poco más o menos, el espacio de los sindicatos franceses, mientras que los congresistas republicanos Newt Gingrich y Robert Dole interpretan el papel del presidente y primer ministro franceses. Como consecuencia, el que aquí está en huelga es el Gobierno, no los trabajadores.El problema, obviamente, no es tan simple. Hay otras y más importantes diferencias. El debate sobre la sociedad del bienestar se plantea, para empezar, desde perspectivas distintas. En Europa, ese concepto es un orgullo, un noble propósito, aunque, de repente, una quimera. En EE UU, su término equivalente, lo que se llama welfare, es una vergüenza nacional. El Estado del welfare es, en la concepción popular, un Estado de limosnas y subsidios que arruina la iniciativa individual y desangra al contribuyente.

Los norteamericanos no aspiran al Estado del bienestar, aunque disfrutan de él en menor medida, que la población de los países europeos. No quieren pagar impuestos para subvencionar a los rezagados en la feroz competencia, pero tampoco quieren perder los beneficios de su modesta seguridad social.

Por suerte para los norteamericanos, el Estado del bienestar no ha llegado aquí al nivel de crisis que en Europa. En EE UU, el gasto público representa el 34% del Producto Interior Bruto (PIB), mientras que en Francia, por ejemplo, es el 54%. Los gobernantes norteamericanos dicen querer actuar ahora para evitar en el futuro los males que sufren los europeos. Un ingrediente alto de este conflicto es puramente político. Tanto Clinton como Gingrich y Dole adoptan las posiciones que más les convienen electoralmente.

Pero hay una parte de esta crisis que sobrevive a la batalla política electoralista. Una vez pasada la tormenta del cierre del Gobierno, lo que quedará de este conflicto es el compromiso de reducir el déficit público. Clinton, desde luego, ha tenido que hacer una gran concesión: la de llegar a esa meta en el plazo de siete años (inferior a sus planes) y de acuerdo a las cifras del Congreso, no a las de la Casa Blanca. Pero también los republicanos han tenido que ceder.Lo que hoy puede vislumbrarse como resultado de la negociación entre la Casa Blanca y el Congreso es que la asistencia sanitaria a los pensionistas y los pobres será reducida y parcialmente transferida a los Estados, pero no tanto como para permitir las reducciones de impuestos que los republicanos quieren. Si esa fórmula sirve o no para acabar con el déficit público en siete años está aún por ver. Pero lo que sí parece claro es que EE UU no va a llegar al comienzo del siglo con su Estado en quiebra como algunos europeos.

Las reformas actualmente en negociación pueden, desde luego, hacerse más rápidas y drásticas si los republicanos ganan la presidencia en 1996 y gozan, por tanto, del control tanto del Congreso como de la Casa Blanca. Pero incluso en ese caso son previsibles elementos de corrección -otro cambio de mayoría en el Congreso en 1998, por ejemplo- que eviten el drama.

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