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Zona de tempestades

Parece que este siglo XX que había comenzado con tan buen pie va a terminar su singladura con un gran problema creado por él mismo: el paro, la falta de trabajo. No siempre en la historia ha existido ese problema, quiero decir, la falta de trabajo ha existido por doquier, pero no era un problema, político y social, que no puede soslayarse, sino una desgracia habitual a la que había que resignarse. Si esto era patente en las sociedades del Tercer Mundo, lo era aún en la Europa de finales del siglo XIX, y particularmente en aquella España de agua, azucarillos y aguardiente -oferta al parroquiano significativamente modesta- en la que los "cesantes" representaban su cómico perfil. Había miseria pero no tragedia. Como ha dicho Paul Morand rememorando su juventud: "El miserabilismo no se llevaba en 1900... la felicidad de comienzos de siglo era radical... una época feliz en la que nadie tenía mala conciencia y en la que aquellos que padecían no gritaban".No era problema político ni social porque no se tenía como uno de los derechos fundamentales de la persona humana el derecho al trabajo y a una amplia seguridad social desde la cuna a la tumba. El problema surge cuando ese derecho está en la Constitución, lógico reflejo de las exigencias de la sociedad constituyente y el parado abandona, sea obrero o ejecutivo, su antigua resignación para gritar su indignación. Grito que debe llegar al alma de cada cual cuando lo da un joven lleno de ilusión y de proyectos que ni siquiera está parado porque no le han permitido echar a andar. Esta moderna y explicable algarabía se da asimismo en los países pobres, como los del Magreb, cuya excesiva natalidad crea ingentes demandas de trabajo, muy amenazadoras para los países más ricos vecinos, por una ósmosis laboral difícil de evitar.

¿Cómo se las arreglaban los parados de antaño, sin subsidio ni indemnización por despido? La caridad -triste remedio- aliviaba algo, aunque se llegó en la Murcia de 1895 a que el alcalde La Cierva, "para que la gente pudiera transitar por ciertas calles sin ser materialmente asaltada por turbas de menesterosos", dictara uno de sus primeros bandos recordando a los pordioseros "la obligación en que estaban de proveerse de la oportuna licencia (¡para serlo!) y que a estos efectos se les señalará su puesto...". Y como la caridad no bastaba, sólo quedaba la familia para amparar, a veces con gruñidos, al parado, al despedido o al cesante. Lo peor es que si miramos el porvenir Y lo vemos cerrado, pierde todo sentido el pasado, como si el recuerdo reclamase siempre la esperanza. Y al difuminarse ese pasado, desaparecen con él los viejos mitos y lealtades que servían para afianzar la estructura social. Es cuando los jóvenes desesperados no ven en el pretérito nada digno de defender. Incluso -se preguntaba Hölderlin- ¿para qué existen los poetas cuando en el tiempo en que se vive predomina el menesteroso y la indigencia?".

Trabajar significa poder resolver económicamente la vida y darle un sentido y una dedicación. Cuando llega el paro, nosotros los europeos subsidiamos al parado, al menos durante cierto tiempo y, en el mejor de los casos, hasta que alcance la edad de jubilación. Subsidio y jubilación tienen, claro, sus límites porque dependen, a través del Estado, de impuestos y retenciones sobre los que sí trabajan. ¿No sería mejor -me pregunto con ingenuidad- subsidiar seriamente la creación de empleo en lugar de su ausencia? Esa seriedad implica muchas condiciones que habrían de precisar los expertos. España es el país europeo con mayor índice de paro al tiempo que con el menor índice de natalidad. ¿No es esto extraño? ¿Tendría que disminuir aún más la población activa? ¿Bastaría para ello que esa disminución fuera igual a la suma de los parados más los emigrantes? Unas preguntas que hacemos los ignorantes a los sabios.

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Pero la creación de empleo está limitada, más que por las posibilidades de capital inversor, por el nivel de vida. Si el salario horario, expresado en dólares, era en 1993 (datos de Morán-Stanley recogidos por Le Monde) de 0,28 en Indonesia frente a 24,85 en Alemania del Oeste -y a 11,73 en España-, habrá mayor inclinación de los empresarios -en especial, las multinacionales- a no invertir en Europa y asentarse en otras zonas del globo. Si bien esta decisión se verá frenada cuando existe una mejor infraestructura y una mayor proximidad de potentes mercados, sin menospreciar la influencia de la formación profesional, de la destreza en el oficio y del amor al trabajo bien hecho. Ese nivel de vida es más real para el empleado según lo que pueda adquirir con su salario, esto es, el número de horas que ha de trabajar para disponer del objeto o del servicio deseado.

Esto nos lleva a comparar el nivel de vida, demasiado circunscrito a los valores económicos, al problema de la felicidad. "La felicidad es frágil", decía Margarite Yourcenar, "y cuando los hombres o las circunstancias no la destruyen, está amenazada por los fantasmas...". La sociedad rural, en la que predominaba el sector primario de la economía, ha desaparecido. Quizá fuese, con todas sus desigualdades, un mundo más feliz. Hoy se publican guías de los pueblos abandonados para que vayan allí los ciudadanos de la actual sociedad posindustrial, en la que predominan los servicios, en sus fines de semana. Pero no creo que esas rápidas visitas al campo les traigan una mayor felicidad. Yo pienso que no puede haber medidas eficaces si no coinciden el espacio económico y el ámbito de la soberanía. Y esto solamente puede darlo a estas alturas una Europa unida, con moneda, defensa y enemigos comunes. Al doblar el cabo de este siglo, como al doblar el cabo de Hornos, se entra en una zona de tempestades. Pero es una navegación inevitable que reclama la solidaridad entre los tripulantes, "sin escandalizarnos", como decía Pedro Laín en su profundo tratado sobre El otro, "de que el pronombre nosotros sea una de las palabras vivas de nuestro tiempo aunque hayamos vivido una época a cuyo semblante pertenecen las guerras de exterminio, los campos de concentración, las cámaras de gas... y la difamación total del adversario". De esa solidaridad depende -añado yo- que el hombre europeo no pudiendo ser ya todo pueda evitar el no ser nada.

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