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El mimo y el guardia

El guardia ponía firmes al mimo; qué cosas pasan en Madrid. A dos metros de allí, un grupo de muchachos corría de los viandantes a los coches, de los coches a los viandantes, intentando venderles pañuelitos. Un mendigo revolvía las papeleras. Un joven andrajoso pedía una limosna por caridad que no he comido hoy. El mimo se deshacía en explicaciones y el guardia le escuchaba imperturbable. A lo mejor ni le escuchaba.Los vendedores de pañuelos se acodaban a los viandantes dándoles la vara, si no quiere pañuelos deme algo, por solidaridad. Los coches ya no podían avanzar porque había una inmensa doble fila, por tramos triple fila, y uno más ancho no pudo pasar, atascando la calzada. El guardia le pedía al mimo la documentación. Un enjambre de chicos y chicas solicitaba a los viandantes su firma en señal de apoyo a los enfermos del sida. Los viandantes iban sorteando obstáculos, procuraban mirar para otro lado, alguno dio con amor su óbolo, otros lo dieron sin amor alguno e incluso torcieron un gesto de fastidio.

El guardia conminaba al mimo para que le mostrara la recaudación. Al mimo se le iban a saltar las lágrimas. Un señor gordo, sentado en chatre y cubriéndose del frío con una mantita raída, tocaba el violín. No tocaba el violín: rascaba el violín. Debía de ser gran mérito pues continuamente le echaban monedas en la funda del instrumento musical.

El guardia sentía rebullir en la sangre el espíritu de la milicia, la dignidad del cuerpo, la disciplina acendrada, la fuerza de su autoridad, que le recrecía al comprobar cómo se iba desmoronando el mimo, hasta pareció que empequeñecía. Las bocinas de los automóviles, las bocinas de todos los automóviles del mundo atronaban por entre la multitud de viandantes, los vendedores, los pedigüeños, los mendigos, los de las firmas, el virtuoso rascador de violines, el caos de aquel entorno de los grandes almacenes, que acentuaba la música navideña, panderetas y zambombas, "a Belén pastores", los gritos de los automovilistas, varios de ellos con la portezuela abierta, un pie en tierra, mentándole la madre al de delante, la tuya para el de atrás.

Y el mimo se desesperaba: trescientas cincuenta pesetas, señor, ahí las tiene, lléveselas. El mimo, que se había pasado horas sobre un pededestal, imperturbable a la helada que estaba cayendo, el único ciudadano silencioso de Madrid entero y sus arrabales, el único que no pedía nada, el único que no se metía con nadie ni a nadie perseguía hasta el catre, absolutamente inmóvil en su chaqué negro chimenea, la cara pintada de blanco, un garabato por ceja a la manera de los augustos, no iba a llorar: lloraba ya, las lágrimas le abrían churretones en el maquillaje.

El infierno era aquel área comercial de la gran urbe, cada cual campando por sus fueros o dando rienda suelta a sus desafueros, yo paso, yo a mi bola, te den morcilla tío, haber llegado antes. Una furgoneta se detuvo en cuarta fila, si bien se mira quizá fuera la quinta, bajó una chica vestida de brillantes cueros, abrigo largo de moderno corte, preciosa minifalda ceñida, sofisticadas botas por encima de la rodilla, collares, pulseras, silbó al joven andrajoso que pedía una limosna por caridad pues no he comido hoy, el joven la hizo seña, la chica abrió la trasera de la furgoneta, mudó el abrigo por unos harapos que sacó de allí, las botas por chanclas mugrientas, se revolvió el pelo, relevó al joven, que partió raudo con la furgoneta, y ella se quedó pidiendo una limosna por caridad que no he comido hoy.

El guardia agarró de un brazo al mimo, lo zarandeó furioso al advertir que se resistía, lo acusó de desacato y lo condujo a tirones abriéndose paso entre el amasijo de coches donde ya rompían peleas, los vendedores de pañuelitos, los pedigüeños, los mendigos, los recogedores de firmas, la que no había comido, la multitud de viandantes, el violinista rascador, estruendo de bocinas, zambombas y panderetas, "a Belén chiquitos que ha nacido el rey de los angelitos".

El guardia pavoneaba su autoridad, severo el gesto, firme el paso, mientras el mimo, no podia ocultar su miseria reducida a guiñapo. "¡Se llevan al payaso!", levantó la voz un vendedor de pañuelitos. Respondió un colega, mostrando que la solidaridad que demandaba a los viandantes no era para todos: "Al payaso que le den por saco".

Le dieron. Pero no estaba sólo, el pobre: los vendedores, los pedigüeños, los mendigos, los acaparadores de firmas y deneís, el gachó del violín, la chica metamorfoseada en Cenicienta, los coches el atasco, la trifulca, el griterío, los villancicos, el estruendo, la persecución, el trajín, la propia multitud, el guardia indeseable aquel, estaban dando a Madrid por saco.

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