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Tribuna:DEBATES
Tribuna
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Ley, juez y castigo

La elaboración del nuevo Código Penal ha reavivado la polémica sobre la extensión y el cumplimiento de las penas privativas de libertad, temas que han traído de la mano los, inevitables interrogantes acerca de la naturaleza, los fines y la eficacia de las penas., El debate contiene una profunda connotación, ideológica, que en no pocos casos se pretende ocultar con argumentos en apariencia empíricos y cientificistas.La cuestión que mayor controversia ha suscitado es la pretensión. del cumplimiento íntegro de las penas en determinada clase de delitos. Fundamentalmente, terrorismo, tráfico de drogas de elevada cuantía y agresiones sexuales. Se trataría de obviar el límite máximo de la acumulación jurídica de la pena, cifrado en el nuevo texto legal en 20 años, y extendible en ciertos casos a 25 ó 30, de modo que para esos tipos penales no regirían esos límites, y el cálculo de los beneficios penitenciarios y de la libertad condicional se liquidaría sobre el total de la condena. Ello supondría implantar un sistema penal ad hoc para ciertos delitos, apartándose de los principios insertos en el sistema ordinario, lo que ha de tildarse de distorsionador y poco acorde con la normativa constitucional.

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En efecto, la Constitución establece que las penas privativas de libertad estarán orientadas a la reeducación y reinserción social del condenado (artículo 25.2). Por lo tanto, si bien éste no ha de ser, evidentemente, el único fin de la pena sí ha de tenerse presente en todo momento por el legislador y por el juez. Y no sólo en la fase de ejecución de sentencia, sino también en la determinación legal y judicial de la pena, pues de no ser así se podrían dictar condenas que impidieran por su propio contenido la resocialización del penado. Esto es lo que sucedería si tuviera que cumplir íntegramente una pena superior a los 20 años sin poder acogerse a la progresión de grados, a los permisos penitenciarios, y al régimen de libertad condicional.De otra parte, el cumplimiento íntegro de penas elevadas implicaría regresar a una concepción vindicativa y taliónica de la pena, dando prioridad exclusiva a los fines retribucionistas y de prevención general. Se asistiría así a la absolutización de los fines del sistema social en detrimento de los valores individuales que el penado tiene como persona, y se resucitarían los principios propios de la venganza privada. Además, la implantación de un sistema de esa naturaleza y la selección de los delitos extraíbles del régimen ordinario de cumplimiento se haría con arreglo a un criterio tan ambiguo y escurridizo como el de la alarma social. Y no parece fácil, en este contexto, distinguir entre el desasosiego ciudadano generado por el problema real del hecho delictivo y la inquietud social atribuible a las informaciones que proporcionan los mass media.

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Desde una perspectiva judicial, es muy importante deslindar el hecho concreto en sí y su verdadera trascendencia, de lo que es su manipulación a través de informaciones en las que priman los intereses mercantilistas y partidistas. El juez ha de ponderar, tanto en la determinación de la pena en el proceso como en su ejecución, la relevancia social real del hecho y las condiciones y valores en juego de la persona enjuiciada, terciando entre ambos. Por consiguiente, ha de huir de las sentencias y de las penas ejemplares impregnadas de intimidación general para el ciudadano anónimo y de tinte vindicativo para el inculpado. Pues la prevención general del delito la fija el legislador al tipificar una conducta y asignarle un baremo de pena, correspondiendo al juez apliarlo ecuánimemente a un individuo concreto y en una situación personal determinada.

Por último, el cumplimiento íntegro de las penas supone aceptar una concepción petrificada y deshumanizada de la persona, que hace caso omiso de su evolución durante los años de internamiento, Aunque resulte una obviedad decirlo, es incontestable que esa persona, transcurridos unos años de reclusión, no puede ser la misma. La pena no debería, por tanto, permanecer indiferente a ello, y el recluso ha, de tener algún horizonte. vital al que agarrarse cuando cumple penas extensas de privación de libertad.

En otro orden de cosas, es preciso subrayar que, frente a una fase de enjuiciamiento en la que se va imponiendo el razonamiento y la motivación como forma ya casi normal de operar, la fase de ejecución aparece todavía anclada en la opacidad y el secretismo. En ella los guarismos y los argumentos telegráficos son la regla general. Abundan los sobreentendidos y razonamientos implícitos en los informes de Administración penitenciaria, a pesar de que los conceptos que se manejan arrepentimiento, peligrosidad, actitud interna, juicios de prognosis, etcétera- hacen imprescindible una razonada argumentación.

Resulta así muy difícil el control judicial de las resoluciones relativas al régimen del interno, al que se deja sumido en amplios espacios de de control que constituyen el mejor campo de cultivo para posibles arbitrariedades. Si a ello le sumamos la autonomía de la Administración a la hora de conceder el tercer grado penitenciario y los indultos particulares, no parece exagerado afirmar que la pena cierta de la sentencia se vuelve incierta en su ejecución, donde se acaba implantando un sistema penal paralelo, huérfano de garantías, por lo que queda abierta la vía para una posible instrumentalización del sujeto con supuestos fines resocializadores.

Para finalizar, me atrevería a sugerir un ejercicio de autorreflexión para cuando se nos inflame la vena vindicativa y justiciera que todos llevamos dentro. En esos casos suele ser muy eficaz hacer un acto de contrición -imperfecta, por supuesto- y pensar en que el problema de la delincuencia, más que un problema en sí, es el espejo en el que se reflejan los verdaderos problemas que aparecen sin resolver -o injustamente resueltos- en los diferentes ámbitos de nuestra convivencia diaria.

Alberto Jorge Barriero es magistrado.

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