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La última asignatura del siglo

Lluís Bassets

Más tarde o más pronto deberán acudir las dos partes a la cita. La evolución del catalanismo político y de la derecha española conduce a un punto de intersección que se sitúa como más lejos en el fin de siglo, probablemente antes de que se alcance la cifra cargada de significado de 1998. Entre el examen de conciencia democrática que estamos celebrando con los 20 años de la transición y el final de la década, España tendrá la oportunidad de pasar una asignatura que es como la reválida del siglo, y ésta es la alianza pendiente entre una o varias fuerzas nacionalistas catalanas y probablemente vascas y el gran partido de la derecha española. El siglo empezó tras la crisis del 98, en la que cristalizó el divorcio entre Cataluña y España, entre la burguesía catalana y la gobernación del Estado. Si el catalanismo brotó precisamente de la herida abierta por la pérdida de los últimos jirones del viejo imperio, el 98 que se avecina casi cien años después puede conmemorarse bajo dos signos distintos, y a la vez profundamente contradictorios.Uno es el signo del eterno retorno. España, sin pulso, necesita una nueva regeneración. Un vago casticismo, el neonacionalismo, quién sabe si algo de la cirujía férrea que pedía Joaquín Costa, anida de nuevo en las almas humilladas y ofendidas de sus dolientes patriotas. En Cataluña y en el País Vasco, estas apelaciones refuerzan defensas y temores y conducen a todo menos a la complicidad: se ofrecerán a jugar el papel de cubas de este nuevo 98. Quien sienta apetencias por estos fantasmas históricos deberá saber que los suyos son instintos suicidas, la atracción del desastre y de un abismo real, no de una mera quimera negativa.

Otro signo es el de la superación histórica. El siglo empezó con la ascensión del catalanismo y un serio intento de articulación en el sistema político de la Restauración, y fracasó precisamente por debilidad de todos ante el empuje de los movimientos sociales y del republicanismo y ante lo que desde el centro se veía como particularismo disgregador. Tras echar a perder casi cuarenta años, la nueva democracia española se asentó como un Estado de las autonomías a partir de un pacto que comprometió a los nacionalismos. Pero la articulación de las nacionalidades llamadas históricas en un Estado común requiere tiempo, y sólo podía resolverse por la práctica civilizatoria de la acción democrática en los Parlamentos y en los Gobiernos. El nacionalismo catalán, que es el de mayor peso político, pactó enseguida con la UCD, aprovechando la mala conciencia y las buenas intenciones de los centristas. Hizo lo mismo más tarde con el socialismo en su etapa de declive y de intenso compromiso europeo, lejos ya de la primera hora neonacionalista. Y queda ahora una última asignatura para culminar el ciclo y comprometer a los catalanes en el Estado y a todos los españoles en la España plural. Ésta es el pacto con la derecha española.

Ha habido muchos intentos de articulación. Unos frustrados y otros incompletos. La presencia de socialistas catalanes en la Administración del Estado y del Gobierno, sin ir más lejos, ha sido uno de los episodios de participación más intensos desde los tiempos de la Gloriosa y de la Primera República. También lo ha sido el pacto entre Pujol y González, aunque haya sido breve e insuficiente en la intensidad del compromiso. El nuevo intento, al igual que el anterior, tiene como paso obligado el nacionalismo realmente existente, que cosecha más del 40% de votos y ha dado por quinta vez el Gobierno a Jordi Pujol.

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Pujol ha actuado siempre desde posiciones defensivas. Su concepción es muy similar a la de Francesc Cambó, aunque sin la implicación personal en el Gobierno del Estado que tuvo el dirigente de la Lliga: ser fuertes en Cataluña e influyentes en Madrid ha sido su programa desde el primer momento. La peculiaridad pujolista ha dificultado la comprensión de sus posiciones fuera de Cataluña, donde su distancia no se ha querido entender como un fruto de recelos históricos, sino de la desconfianza e incluso del engaño.

Ahora, a quien le toca recoger el guante de este desafío es a José María Aznar. Si no lo hace, porque no es capaz o porque no quiere, alguien lo hará en su lugar. Quizás Alberto Ruiz-Gallardón, que viene demostrando mayor flexibilidad ante casi todo, incluida la cuestión catalana. Y esto sucederá en los próximos meses o quizás más tarde, pero sucederá. Sea con mayoría absoluta o sea con mayoría relativa. Tanto si el PP gobierna enseguida como si todo se retrasa por una improbable combinación parlamentaria, soñada desde el antiaznarismo, tras unos resultados distintos de los que ahora se columbran.

La cultura de coalición es moneda común en muchos países europeos. Allí donde hay un sistema proporcional y una cierta fragmentación política surge la práctica pactista y todo un sistema de gobierno basado en acuerdos parlamentarios o en coaliciones de gobierno. Éste puede ser el caso de España, a pesar de que estamos saliendo justo ahora de una etapa de asentamiento de la democracia que ha producido situaciones excepcionales y, como consecuencia de ello, mayorías absolutas. La de González en 1982, prolongada hasta 1993, fue fruto del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y del hundimiento del centro-derecha español. La de Pujol entre 1984 y 1995 lo es también de la desaparición de la misma derecha en Cataluña y de una especie de sabio juego de compensaciones frente a la mayoría absoluta del PSOE en Madrid. Una mayoría absoluta ahora de Aznar será también fruto, si se alcanza, del clima de crispación y de la sensación apocalíptica que intentan crear algunos personajes y medios de comunicación.

Si no se alcanza, el actual mapa político conduce a dos grandes alternativas: o grandes acuerdos nacionales entre los dos partidos mayoritarios que cuentan con implantación en toda España -esto fue la famosa Ley Orgánica para la Armonización del Proceso Autonomico (LOAPA)- o alianza con los nacionalismos, convertidos en bisagras. Lo primero puede llevar a gobernar contra los nacionalismos, lo segundo a que los nacionalismos gobiernen. Hay que escoger. Y hay que hacerlo teniendo en cuenta que la historia del siglo XX español ha sido casi íntegramente de gobierno a espaldas de la periferia y de los nacionalismos.

La cultura del pacto y la aceptación del pluralismo implican, entre otras cosas, comprender que no se puede gobernar España sin asimilar la posibilidad de que Cataluña, o el País Vasco, condicionen el Gobierno de España. No es chantaje, como se ha querido pintar. No es rendición. Es realismo y realismo español, referido a lo que es España realmente.

Jordi Pujol y Jorge Semprún decían hace escasos días, a propósito de la actual crispación, que "hace falta saber ganar y saber perder". Semprún añadía, con elegancia y algo de ironía, que "lo mejor para saber ganar y saber perder, en España por lo menos, sin entrar en las nacionalidades, es no ganar con mayoría aplastante ni perder de forma abrumadora". La primera lección la tomó González en 1993, ahora ha sido el turno de Pujol, y queda por saber cuál será la fortuna de Aznar. Incluso con una mayoría absoluta salida de una vigorosa voluntad de cambio y de renovación, lo mejor para España y para todos sería que Aznar y el PP administrasen sus resultados, los que sean, en términos de cultura del pacto y del pluralismo, para que el nuevo 98 no sea el de una nueva marginación de los nacionalismos vasco y catalán, sino el de la superación de la última reválida del siglo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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