De viejos y nuevos regeneracionistas
Uno de los hilos conductores que atraviesa la opinión progresista española de este siglo es la minusvaloración o el desprecio hacia lo que significó esa cosa tan compleja que fue la tradición regeneracionista. En su descalificación han coincidido las visiones de un liberalismo modernizado y las pretensiones científicas de un marxismo local íntimamente promovido por los excesos cientificistas de aquella tradición. Cierto que hay motivos de simpatía para la singular y algo atrabiliaria personalidad de unos hombres a los que en alguna ocasión se ha querido descalificar con la torpe caracterización de "filósofos de secano". Pero es verdad también que la desmesura, los excesos retóricos, el componente histriónico y el desmedido pesimismo combinado con la larga mano del arbitrismo hispano, estuvieron presentes en mayor o menor proporción en la literatura política finisecular que englobamos en la calificación de regeneracionista.La distancia del tiempo nos permite hoy calibrar con mayor reposo el significado de aquella protesta. Junto a sus excesos, no es difícil ahora valorar los activos de una crítica en la que se hace visible un innegable ánimo positivista un indiscutible componente patriótico y una vocación por el estudio de problemas bien acotados que no siempre es atribuible al grueso de sus detractores. En España se han cotizado bien prestigios de modernidad y europeismo adquiridos a precio tan barato como el de practicar la rechifla y la caricatura en rélaci6n a las ansias de renovación del país. En todo caso, cuando se vuelve la llamada a los regeneracionistas de antaño, todavía llama más la atención la singularidad del peculiar neorregeneracionismo con que ahora nos topamos.
Hombres como Joaquín Costa, R. Macías Picavea, Lucas Mallada, Santiago Alba, Julio Senador Gómez, D. Isern y S. Oliver, o políticos y publicistas próximos a ellos como G. de Azcárate, R. Altamira, Sánchez de Toca, R. Labra o B. Infante, eran honrados ciudadanos, caballeros de provincias en, buen número de casos, que desde su posición de catedráticos, notarios, ingenieros, abogados o periodistas hicieron su leal y desinteresada contribución al servicio de una patria en la que creían y con la que se sentían plenamente identificados. Todos ellos fueron hombres de saberes específicos en absoluto desdeñables, y sus obras, en las que se hacen visibles los excesos señalados, constituyen contribuciones estimables a las letras españolas. El papel que jugaron a finales del siglo pasado esos es critores viene desempeñado hoy por gentes de muy variada procedencia ideológica y política que tienen en común, mejor que un cuerpo de ideas una coincidencia de técnicas expresivas y de humores. Se les puede encontrar en las páginas de determinados diarios y revistas, oír o ver en algunas emisoras de radio y télevisión y leer en editoriales especializadas en grandes escándalos. Lo de menos es que hablen de Yugoslavia, de la autodeterminación, del futuro de la Unión Europea, de las debilidades denuestros partidos políticos o de la sequía. Lo significativo en todos los casos es que el buen sentido y el conocimiento sereno de los temas en discusión tiendan a quedar sepultados por el desgarramiento y la rotundidad. Estas gentes, entre las que habrá sin duda personas de talento convencidas incluso de ser estrictos servidores de la información y de la verdad, parecen dominadas una y otra vez por la tácita convicción de que quien no tenga pelos en la lengua, hable más alto y carezca de respeto hacia todos y hacia todo, disfruta del mejor avío para intentar formar la opinión de sus conciudadanos.
Los viejos regeneracionistas eran hombres de oficio y vocación intelectuales. Escribían con el ánimo de ser leídos por sus iguales, buscando una influencia específica a corto y medio plazoen relación a los temas objeto de su estudió. Se equivocaron en algunas ocasiones, pero acertaron en otras. Las reformas educativas iniciadas con el siglo, la preocupación por la modernización de la Administración, la comprensión realista de los problemas de nuestra agricultura, los proyectos de regionalización, los intentos de sanear algunas de las "mores" políticas de la Restauración, son algunas de las contribuciones estimables de la crítica regeneracionista.
Cuando se para uno a pensar en los posibles frutos del regeneracionismo de hogaño, cuesta trabajo imaginar contribuciones de algún valor positivo. La práctica política democrática, tan trabajosamente restablecida entre todos, tiende a ser, para ellos motivo de escándalo. El Estado, incluso en el supuesto de que alguno de los críticos se encuentre en la nómina de sus servidores, resulta el gran enemigo a cuyo desprestigio es obligado contribuir. La idea nacional, si tiene que ver con España, no puede resultar sino objeto de chanza. Nada en lo que resultaría razonable confiar con vistas a la buena marcha del país del sistema educativo primario y secundario, la universidad y la investigación, los sindicatos, la clase empresarial, las organizaciones profesionales, los partidos políticos democráticos, los funcionarios, se escapa a la guasa de unos críticos inmisericordes que han descubierto en un difuso acratismo de complejos perfiles -tan importante resulta el anarquismo tory o el anarcofalangismo como el genuino comunismo libertario- la munición preferida para su peculiar actividad político-intelectual. Resulta innecesario señalar que los errores y debilidades de nuestra vida pública son la base insustituible sobre la que pueden trabajar los regeneracionistas del momento. Los responsables de esos errores y debilidades, sin embargo, constatan con alivio los excesos de estos detractores. Saben que en su exageración y falta de ponderación radica su más preciada garantía de supervivencia. No en balde el mejor argumento que presentan hoy algunos defensores de buena fe del actual presidente del Gobierno español es la innegable insolvencia de una parte de sus críticos. Unos críticos que se disponen ya a reorientar sus baterías y su negocio en la búsqueda de unos nuevos enemigos que no serán mañana sino sus amigos del presente.
Los regeneracionistas de antaño, gentes de bien, caballeros de provincias, hombres ilustrados, pudieron contribuir, quizá en menor medida de lo que nos hemos empeñado en pensar, a la quiebra del sistema liberal y a su sustitución por soluciones dictatoriales, capaces de hacer más difíciles, los problemas de la sociedad española. Vista esa experiencia, cabe preguntarse con algún temor respecto al influjo a corto y medio plazo de unos regeneracionistas del momento capaces de compendiar todos los defectos de sus antecesores sin manifestar al tiempo casi ninguna de sus cualidades.
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