Los presupuestos y el complejo platónico
Llevamos años en que todo es cultura, el concierto de cámara y la estridencia rap, patinar por la ciudad y leer a Séneca. Como ocurre en tales casos, en algún momento se produjo una inversión perversa: si antes subvencionábamos algo porque podía ser cultura, hoy todo lo que sea subvencionado por eso mismo tiene que ser cultura. La restauración del patrimonio arquitectónico pasa por el. mismo rasero que unos actores que interpretan . a Sófocles vestidos como skin-heads.Uno de tantos peajes del actual consenso cultural son esos libros que las diputaciones provinciales publican pero que no se distribuyen y los amagos de ingeniería cultural en no pocas consejerías autonómicas, pero uno duda mucho de que el ciudadano, si dispusiera directamente de ese dinero suyo que la Administración invierte en cultura, fuera a invertirlo de la misma forma que lo hacen los nuevos gestores que van hincando el diente año tras año en los presupuestos públicos para que todos seamos modernos, experimentales, postmodernos, lúdicos, interactivos, hedonistas o postmaterialistas.
Con poco poder de decisión en asuntos como su sanidad particular, su propia seguridad, social o la educación de sus hijos, la transferencia del poder de elección cultural de los individuos al presupuesto municipal, autonómico o estatal es lo que durante años ha estado justificando per se una nueva clase de sociólogos, poetas, urbanistas, animadores, Psicólogos y educadore. Gracias a su perseverancia en nómina, incluso al margen de situaciones políticas e incluso de políticas ecónómicas, la gestión cultural pública del Estado providente prolifera y se agiganta, en virtud de propensiones e instintos que encauzan su carrera hacia el sector público y por tanto sostienen un interés evidente en ampliar este sector antes que el sector privado.
De modo a menudo equiparable a su constitución en Estados Unidos, la nueva clase viene a potenciar el intervencionismo estatal -con lo que ratifica sus propias oportunidades de empleo e influencia- a expensas de la libre elección de los individuos: y, casi siempre con cargo: a, los bolsillos de la maltratada clase media, en muchas ocasiones verdaderamente poco necesitada de, que le digan si debe preferirlas excentricidades de John Cagéa los prodigios de Schubert. Cada vez más ávida de fondos presupuestarios y de poder ejecutivo, la nueva clase de gerentes culturales competirá ventajosamente. con fundaciones privadas y nuevos mecenazgos. En sus consecuencias terminales, la impunidad política de la nueva clase contribuye, de una parte, a la perniciosa dilatación del sector público, y por otra, al complejo platónico, la vieja quimera del filósofo que piensa que ha de ser el Príncipe.
Es cierto que la nueva clase de gestores culturales ha sido instalada en sus despachos por gobiernos y administraciones que dimanaron de las urnas, pero eso no da derecho a ejercer un dirigismo que a menudo se traduce en autocomplacencia, voraz autojustificación que, a la larga contribuye a la erosión de la libertad económica en favor de los familiares estragos de la planificación, con menoscabo de la autonomía individual. Es notable, por ejemplo, la presteza con que la nueva clase llamará demagogos a quien es califiquen de arrogante la pretensión de saber mejor que el ciudadano de a pie lo que le conviene leer o qué tipo de arte debe aprender a apreciar.
Incluso si por un instante aceptásemos el mérito de la nueva clase al margen de sus costes y riesgos, no se llegan a ver los frutos de esa larga etapa, ni que sea posible continuar ignorando una tan aparatosa desproporción entre recursos y resultados. Con pocas excepciones, han sido años de cultura como reino de la apariencia, sin raigambre, sedimento ni visión dé futuro, a, menudo de espaldas a la tecnología y a la ciencia, y en detrimento de la tradición permanente para ir a remolque de la tradición de lo nuevo. Quien quiera una cultura elitista debe pagar de su bolsillo; quien quiera cultura de masas ahí la tiene gratis y muy abundante. Todo consiste en subvencionar la cultura fácil y penalizar socialmente lo que cueste esfuerzo. Sin ser un país rico, alguna. irresponsabilidad política puede achacarse a quienes desde el dirigismo cultural promueven un teatro ininteligible, embalajes de Christo, en lugar de planetarios, el cómic reemplazando al discurso articulado, espacios culturales en sustitución de grandes bibliotecas. De todos modos, también es postuIable que sean efusiones propias de una sociedad que ha preferido la dinámica benigna del aprobado general a los rigores de la meritocracia.
Vivimos en un cierto caos cultural en el que todo cabe cuando no todo vale. Así lo ha querido aquel poder inmenso y tutelar -según Tocqueville- que se en carga en exclusiva de garantizar los goces de todos y controlar su destino. Es. previsible que, aun en situación de alternativa política, mantendrá todo su poder de convicción la idea de que la izquierda tiene más corazón y que por eso merece gestionar la cultura. Con puerilidades de esta naturaleza, el corporativismo de la nueva clase tiene garantizado su futuro. Es curioso, de todas formas, que eso ocurra precisamente ahora, al final de una larga huida hacia adelante, tras la crisis del socialismo, cuando la nueva clase ni tan siquiera sabe cuál es su propia cultura.
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