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Dios en el cerebro

En inglés -God in the brain-., ése es el título de un sugestivo estudio neurobiológico de A. J. Mandell, cuyo conocimiento debo a la amistosa diligencia del profesor F. Rubia; estudio que amplía el no menos sugestivo de otro investigador, E. G. d'Aquilli -The neurobiological bases of myth and concepts of deity-, que también por la misma providente vía llegó tiempo atrás a mis manos. Pienso que a todo hombre aficionado a pensar, no sólo a los neurocientíficos, puede y aun debe interesar una somera noticia de lo que D'Aquilli y Mandell nos dicen sobre el fundamento neurofisiológico de la religiosidad. Porque, nada más y nada menos, de esto tratan uno y otro.Una pregunta inicial: ¿cuándo, por qué y cómo comenzó a existir en el ser humano una actitud ante el mundo y ante sí mismo a la que lícitamente podamos atribuir religiosidad? Si, como enseñan los paleontólogos, hace como tres millones de años aparecieron sobre la Tierra seres vivientes a los que podemos considerar hombres, y si lo poco que sabemos acerca de ellos posesión de un esqueleto que permitía la marcha bipedestante, capacidad para construir objetos tallando piedras, no sólo quebrándolas en modo alguno nos autoriza a pensar que en su vida hubiese algo equiparable a lo que nosotros llamamos religiosidad -esto es, la creencia en algo trascendente a nuestra realidad, ante lo cual en una u otra forma experimentamos las vivencias de lo fascinante y lo estremecedor-, ¿cuándo, cómo y por qué la noción de ese algo surgió en el dilatado curso de la evolución del género humano que transcurre desde el originario Homo habilis hasta el que presuntuosamente se llama a sí mismo Homo sapiens sapiens?

Es imposible responder con suficiente precisión a tan incitantes interrogaciones. Sólo podemos sospechar que un hecho cultural relativamente tardío, los toscos ritos funerarios de que nos hablan ciertos hallazgos arqueológicos, es el primer testimonio de la creencia en una vida del hombre atiende la muerte; hecho éste que por sí mismo delataba una concepción de la existencia humana más o menos conexa con la que sirve de fundamento a la religiosidad. Pues bien: ante ese insondable e irresoluble problema antropológico permiten formular una conjetura razonable los estudios de D'Aquilli y Mandell.

Implícitamente, D'Aquilli viene a decirnos que el hombre descubrió en sí mismo la apertura a la trascendencia cuando en la evolución intraespecífica del cerebro, ya humano en el Homo habilis, surgieron la diferenciación funcional de sus dos hemisferios y la localización de la capacidad psíquica que este autor llama "operador binario" -la ordenación de la experiencia del mundo y de uno mismo en elementos opuestos entre sí: dentro / fuera, derecha / izquierda, antes / después, todo / nada, bueno / malo, vida / muerte, yo / no yo- en los lóbulos parietal y temporal del hemisferio que los neurólogos llaman dominante. Según su nivel históricocultural y su mentalidad, el hombre satisface su aspiración a entender la unificación de esa serie de contraposiciones mediante el mito y la teoría, predominante aquél en los pueblos primitivos y en las culturas arcaicas, prevalente ésta en el mundo occidental desde su nacimiento en la antigua Grecia.

Hay contraposiciones cuya unidad puede ser resuelta me diante un sencillo razonamiento causal; algo tiene a la vez dentro y fuera porque de su realidad física hay un espacio interior y una superficie. Hay en cambio otras, como todo / nada, bueno / malo, vida / muerte, yo / no yo, en las que un razonamiento causal no puede dar solución al problema, y este es resuelto -o seudoresuelto- por tres vías diferentes: la mítico-religiosa (apelación a la existencia de seres que por encima de las fuerzas del hombre hacen lo que éste no puede hacer), la racionalista (pensar que el todo de lo real puede ser explicado mediante la idea física de la causalidad, olvidando que tal idea es válida para entender científicamente porciones del todo de lo real, más no el todo mismo) y la metafísico-religiosa (postular mental y afectivamente la existencia de un Dios omnipotente y absoluto, llámesele Brahman, Tao, Yahvéh, Cristo-Dios o Alá), en el que el todo real tiene fundamento y es posible la coincidentia oppositorum. Todo lo cual se realiza en el cerebro mediante la cooperación de los dos hemisferios y la localización funcional antes apuntada. "Los operadores neurales" concluye D'Aquilli, "nos mueven hacia lo que no puede ser dicho ni pensa do". Aunque, eso sí, pueda ser creído. Ante la posibilidad y la existencia de lo infinito, fundamentante y absoluto, nuestro cuerpo es impulso, no barrera. Estudia Mandell la neurobiología de la trascendencia añadiendo investigación y reflexión propias a lo mucho que desde hace varias décadas se ha publicado acerca de la neurofisiología, la neurofarmacología y la neuropatología de los diversos estados psicológicos a que genéricamente damos el nombre de "éxtasis". Los perspicaces análisis de William James en un libro clásico, The varieties of religious experience, sirven a Mandell de fundamento y punto de partida para entender psicológicamente la acción de la anfetamina, la cocaína y las sustancias alucinógenas so bre la síntesis y la actividad de los agentes neurotransmisores en los lóbulos temporal y parietal del cerebro; acción cuyo sentido necesariamente ha de tener alguna relación con el de la experiencia religiosa, puesto que artificial y pasajeramente da satisfacción al ansia de totalidad y trascendencia latente en lo más íntimo de la realidad del hombre. Más detalles sobre un tema tan técnico se rían aquí tan ociosos. como impertinentes.

No lo es, en cambio, la transcripción del profundo y luminoso apunte que en Los paraísos artificiales dedica Baudelaire al significado antropológico de la embriaguez por el hachís, que él por sí mismo conocía: "Un pensamiento mal, supremo, surge en el cerebro del fumador de hachís: ¡he llegado a ser Dios!; un grito salvaje y ardiente se alza en su pecho" con tal energía, con tal potencia de proyección, que si las voliciones y las creencias de un hombre ebrio tuviesen virtualidad eficaz, ese grito ¡soy Dios! derrotaría a los ángeles desplegados por los caminos del cielo. Pronto, sin embargo, el huracán de orgullo se transforma en una beatitud tranquila, muda y sosegada. ¿Cuál fue el flilósofo francés que por hacer irrisión de las doctrinas alemanas modernas -Baudelaire alude, como es obvio, a la filosofía idealista de Hegel y Schelling- decía: soy un Dios que ha cenado mal? Tal ironía" sigue diciendo Baudelaire, "no haría mella en un hombre arrebatado por el hachís. Éste respondería tranquilamente: es posible que haya cenado mal, pero soy un Dios". Aunque el' drogadicto común no tenga de sí mismo la lúcida conciencia que de su persona tuvo el genial poeta, sólo así puede explicarse su reiterada entrega al consumo de la droga, pese al penoso estado orgánico y psíquico que subsigue a las experiencias extáticas. No como consecuencia de una intoxicación -en definitiva, de un estado morboso del organismo-, sino muy dentro de la normalidad de la vida, carácter en cierto modo extático poseen también los fugaces sentimientos de plenitud que Nietzsche llamó "Grandes Mediodías" y Jaspers denomina "instantes supremos"; esos que llevan consigo, de Ortega es la expresión, "un regusto como estelar de eternidad".

Junto a las suaves experiencias extáticas pertenecientes a la normalidad de la existencia, cuando ésta es creadora y no se conforma con resbalar sobre la superficie de las cosas, hállanse los violentos y destructores éxtasis que producen los tóxicos estupefacientes. Y si el considerador de aquéllas y éstos es intelectualmente ambicioso, no tardará en preguntarse si las experiencias de carácter más formalmente religioso -la pretensión de llegar a Dios por medio de la oración o el sacrificio,, la certidumbre subjetiva de haberle encontrado en el trance místico- tienen alguna relación neurobiológica con las vivencias plenificantes que otorgan los fármacos estupefacientes y dan fundamento psicológico al genial o modesto ¡eureka! de los descubridores y los creadores. ¿Qué pasó en el cerebro de Cajal cuando sintió la honda emoción de ver por vez primera -prueba irrecusable de la individualidad morfológica de la neurona- el cabo libre de un axón en crecimiento? ¿Qué acontece en el cerebro del fumador de hachís cuando éste experimenta la vivencia que tan elocuentemente describió Baudelaire? ¿Qué hubo en el de santa Teresa cuando buscaba a Dios dentro de sí y tuvo la viva certidumbre de haberle encontrado? Hacia una respuesta a este haz de interrogaciones intentan moverse -no pasan de ahí- los trabajos de D'Aquilli y Mandell antes mencionados. Suculento tema para los teólogos de la mística abiertos a la antropología científica, para los antropólogos y los neurofisiólogos capaces de prescindir de todo reduccionismo fiscalista y, más ampliamente, para cualquier hombre culto que responsablemente quiera saber lo que como hombre es.

Pedro Laín Entralgo es miembro de. la Real Academia Española.

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