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Telefonía

Llamar por teléfono cuando vas por Madrid es una procelosa pretensión. A veces, una entelequia, una utopía un desigual combate contra las fuerzas de lo imposible. Llamar por teléfono cuando vas por Madrid lo más probable es que te cueste los duros y encima no hayas hablado con nadie.Esto ocurre si se utilizan las cabinas telefónicas o los teléfonos públicos de muchos bares y otros establecimientos comerciales. (Si el telefoneador lleva su teléfono móvil es distinto, naturalmente). En aquellos teléfonos públicos, suele ocurrir que echas la moneda fraccionaría -por ejemplo, la de 25 pesetas-, después de marcar el número no suena nada, y encima no la devuelve. En ocasiones sí suena, al responder el presunto interlocutor se corta la comunicación y la monedita redonda queda oculta e inasequible en las ignotas entrañas del teléfono.

Reanudas la operación, ahora con moneda fuerte -20 duros-, y sucede lo mismo. Bien mirado, se trata de un trasvase a la manera del Tajo-Segura, desde el bolsillo del consumidor a las arcas de la compañía, con una velocidad y una fluidez que jamás podrá alcanzar la informática más evolucionada. Pretende la ciencia inventar un artilugio sutil, silencioso, inalámbrico, sin cinta transportadora ni elemento auxiliar alguno, que traslade el dinero de un bolsillo a un aparato en cuestión de segundos, y ya puede allegar electrónica y rayo láser, transformadores y chips, que no lo conseguirá de tan acabada perfección.

Ciertos aparatos telefónicos -son casos de suerte- sí responden a la pretensión de llamar con moneda de 20 duros o de superior cuantía, mas ya puede ser tan corta cuanto se quiera la conversación -por importe de 15 pesetas, pongamos de ejemplo- que, nunca devolverá nada.

Han aparecido unos nuevos teléfonos públicos -aún no numerosos- que palían algo esta apropiación indebida del dinero de los ciudadanos. De entrada, no hay que echar nada: se marca y sólo cuando conteste el interlocutor se introduce por la ranura la moneda pertinente. Ya se verá cuánto dura su correcto funcionamiento, pues entre la voracidad de la compañía y el vandalismo de ciertos individuos es probable que corran parecida suerte, a la de los aparatos de la anterior generación.

Aseguran expertos en vida ciudadana y sus estratos sociales que son grupúsculos de jóvenes inadaptados los que rompen los teléfonos públicos, sin otro fin que descargar en ellos sus frustraciones. No está uno muy seguro ni de la motivación ni de la autoría. Personas adultas, supuestamente adaptadas e integradas en la sociedad, liberan sus frustraciones con lo que tienen a mano. Puede ser el teléfono. Se ha visto a personas normalmente constituidas, padres de familia incluidos, hechas un basilisco mientras hablaban por teléfono y concluir la bronca pegando un telefonazo, de resultas del cual quedaba partido por gala el auricular o desbaratada la base.

De los jóvenes destructores de teléfonos, se suele decir que traducen en violencia telefónica su protesta por el desempleo, la carencia de recursos, la falta de perspectivas. Sin embargo, no está demostrada la proposicion. En toda la historia de la humanidad, desde Adán y Eva hasta el tiempo presente -millones de generaciones nos contemplan-, la juventud nunca dispuso de recursos ni de perspectivas, y, hasta hace media centuria, lo único que tenía era hambre. Y no por eso la emprendía a golpes, ni con el teléfono ni con el tan tan.

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La telefonía móvil ha resuelto el problema de la azarosa comunicación en Madrid, y ya no hace falta entrar en cabinas y bares, ya no hace falta meter duros sin retorno en los teléfonos públicos. Quien disfruta de un teléfono móvil lleva el suyo al cinto, y cuando le pete llamar, llama. A la mayoría de estos usuarios les acomete una necesidad tan perentoria de telefonear que no pueden esperar ni un segundo, y así se les ve por Madrid en plena conversación telefónica mientras cruzan la calle de Alcalá, o haciendo pis en un urinario público.

El caso de mayor urgencia que uno presenció en este Madrid insólito fue cierta tarde de toros. Estábamos, el gentío guardando cola para entrar en la plaza y en éstas que el paisano de delante un hombre alto y fornido, con inconfundible atuendo de ejecutivo tiró de teléfono móvil. Marcó velozmente un número y emprendió la conversación justo cuando llegaba a la altura del portero, de manera que mientras entregaba el boleto con la mano izquierda, con la derecha sostenía el teléfono y decía, empleando el tono de voz firme y poderoso, propio de quienes están acostumbrados a mandar: "¡Rápido! ¡El listado de activos!".

Desde aquel día, un servidor vive obsesionado con poseer un teléfono móvil. Eso de poder decir "¡rápido, el listado de activos!" ante un estupefacto acomodador, debe de constituir la máxima expresión de la modernidad y el poderío. Lo malo es que mantener un teléfono móvil cuesta un ojo de la cara. Claro que, si echamos cuenta de la cantidad de duros que engullen los teléfonos públicos de Madrid sin dar servicio ni extender recibo, a lo mejor sale lo comido por lo servido. Y, además, puede uno recibir llamadas a cualquier hora, no importa dónde se encuentre: en el excusado o en restaurante. El único inconveniente es que nadie quiera llamar y permanezca el teléfono en silencio, como una piedra. Menuda frustración, entonces ir todo el santo día cargado con una piedra, para nada.

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