Kiko: el duende de la Bahía
En las mejores tardes de Cádiz, cuando el viento de Levante se entrega en Tarifa, los pescadores ponen proa a Sancti Petri y las gaviotas siguen la huella de los mariscadores; luego, en un prodigio final, los flamencos sobrevuelan el Barrio Jarana, enfilan hacia la marisma y escogen pista en las cuadrículas del mar. Media hora después, todos los pájaros comienzan a disolverse en las salinas: entonces, un fuerte olor a ensalada se apodera de los bajíos, y la Bahía toma un repentino color salmón. Sin duda esa es la señal: un río de manzanilla inunda las bodegas; los abejorros zumban en las guitarras, y a los cantaores se les hincha peligrosamente la. yugular.Puede ser casualidad, pero allí se hizo futbolista Francisco Narváez.
Sea por coincidencia o por predestinación, Kiko es un torero que vive en el cuerpo de un picador. Con semejante fachada tenía dos caminos: hacerse ariete o hacerse guardaespaldas. En el primer caso debería practicar el cabezazo en plancha, la carrera hombro con hombro y la lucha por el rebote; en el segundo, el cabezazo a la ceja, la carrera codo con codo y la lucha a muerte por el último balón. De elegir cualquier otra salida, corría el riesgo de convertirse en un incomprendido: ¿a dónde quería ir ese armario bailando por bulerías? Años antes Jerez, su pueblo, había dado a Dieguito, aquel jugador genialoide que se cayó de un tablao. Al contrario que él, era un tipo bajito y apretado: tenía el cuerpo menudo que se impone en las academias de danza y el punto de agilidad natural que siempre se exigió a los grandes ídolos del fútbol. Nunca llevó mucha gasolina en el depósito: sólo disponía combustible para una hora. Sin embargo, era capaz de meterle veneno a un tiro inesperado o de improvisar una diablura en el peor momento: en resumen, de cambiar el curso de una tarde en un solo gesto musical.
Contra sus propios designios, Kiko prefirió el arte a la utilidad. Para prosperar en el exigente mundo del fútbol era imprescindible compaginar la osadía con la paciencia. Debería soportar muchas críticas: quien como ése moría por un caño, siempre debería vivir bajo las duras imposiciones de la ley del centímetro. En su mundo de infinitésimos y exquisiteces, un error parecería siempre el resultado de una frivolidad.
No hubo forma de hacerle cambiar. Resistió la tentación del choque, y ahora vive de su ingenio.
Será casualidad, pero él se limpió las botas en el mismo paño que el Camarón. Quien quiera saber más, que vaya a la Bahía.
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