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Un otoño caliente

Hace calor en Nueva York. Un calor húmedo, pegajoso, jarocho, caribeño. El visitante, por fuerza, asocia las elevadas temperaturas a las agitaciones múltiples que animan a esta ciudad, que ya se autoproclama, en cada poste de las calles, la capital del mundo. Pero cuando me detengo a mirar los rostros que miran las pantallas de televisión gigantes para conocer el resultado del juicio contra el futbolista negro O. J. Simpson, acusado de haber asesinado a su esposa y al amigo de ésta, sé que estoy en una ciudad norteamericana.El proceso contra Simpson ha sido apenas una distracción en los medios europeos. En Estados Unidos, en cambio, ha sido el tema durante un, año, el proceso del siglo, y los rostros y actitudes que reciben la noticia de la absolución de Simpson en las calles de Nueva York son, en idénticas mitades, de júbilo y desolación.

Aplauden los negros. Un hombre de su raza ha sido perdonado, y todos los que aplauden la decisión se consideran, en primer término, absueltos ellos mismos, absueltos de la sospecha de culpabilidad iuris tantum con que la sociedad blanca los intimida desde que nacen.

El triunfo de Simpson es visto por muchos negros como el triunfo de la autodefensa negra. Y aunque pueda presumirse la culpabilidad del acusado, su absolución compensa a muchísimos negros de las múltiples ocasiones en que gente de su raza ha sido condenada con premura, por jurados blancos, sin defensa adecuada. Todo ello permite pasar por alto que, en esta ocasión, el acusado era un hombre famoso, rico, capaz de gastarse millones en abogados y juzgado por un jurado compuesto mayoritariamente de negros -ocho contra once-.

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Pero los ocho jurados negros eran mujeres, y el caso Simpson también involucró los derechos de la mujer, derecho a la integridad física y al respeto en el hogar. El futbolista Simpson era, en cambio, un gigante dado a maltratar brutalmente a su mujer. Celebridad, raza, dinero, el status femenino, el debido proceso legal, la corrupción de las fuerzas de seguridad: todos los temas que obsesionan, dividen e inflaman a la sociedad norteamericana estaban presentes en el caso O. J. Simpson.

La fiscalía cometió un error garrafal: citar como testigo al detective Mark Fuhrman, un racista repelente dotado de un vocabulario obsceno. El jurado llegó a la conclusión de que semejante sujeto bien pudo plantar pruebas en contra de Simpson en el lugar de los crímenes.

La duda razonable es base suficiente de absolución en los tribunales de Estados Unidos. Ahora, todos -jurados, abogados de la defensa, fiscales y, desde luego, el propio Simpson- recogerán los frutos de la megapublicidad norteamericana: contratos millonarios para contar sus experiencias en libros, entrevistas y programas de televisión.

Nada de ello, sin embargo, a aclarará la muerte de dos inocentes. Nada de ello enfriará la ardiente hoguera racial que hoy como nunca separa a los norteamericanos.

"No armaremos motines en las ciudades", declaran los racistas blancos. "Abandonaremos las ciudades. Votaremos por Gingrich. Y despojaremos a los negros de todos los beneficios sociales, educativos y de salud que hoy les otorga la ley".

El juicio contra Simpson congestionó las calles de Nueva York. Luego, el Papa se encargó de provocar embotellamientos que ni el Espíritu Santo podría destapar. Y ahora, la llegada de centenar y medio de jefes de Estado y de Gobierno enredará aún más el tráfico de esta urbe ruidosa, grosera, malhumorada y cínica. Los monarcas, presidentes y primeros ministros acuden a una cita: la celebración del 500 aniversario de las Naciones Unidas, fundadas en San Francisco en mayo de 1945.

No será éste un terna que logre enardecer a los norteamericanos como el juicio contra Simpson. La mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos tiende a mirar a la organización mundial como un dinosaurio carente de eficacia, orientación o voluntad, que le cuesta al contribuyente, y que invierte su tiempo en banalidades burocráticas.

Una franja de la extrema derecha -las milicias libertarias- ve en la ONU, en cambio, a una fuerza maligna que ya se ha apoderado del gobierno de Estados Unidos.

Estos extremos del ardor norteamericano sólo disfrazan un hecho que Arthur Schlesinger, en un reciente artículo para la revista Foreign Affairs, y el propio presidente Bill Clinton, en un discurso pronunciado el pasado 6 de octubre, se encargan de resaltar: Estados Unidos siempre ha sido un país aislacionista, temeroso de las alianzas y complicaciones internacionales.

"Evitemos las alianzas permanentes", dijo Jorge Washington. Evitemos "el enredo de las alianzas", añadió Tomás Jefferson. Y "no nos metamos con patas de elefante adonde no nos llaman", concluyó John Quincy Adams.

La profunda corriente aislacionista derrotó el ideal internacionalista de Wilson (Estados Unidos jamás formó parte de la Liga de Naciones) y ató las manos de Roosevelt en los años fatales que precedieron a la agresión hitleriana.

Sólo el ataque japonés a Pearl Harbour, y luego Stalin y la guerra fría, mantuvieron a Estados Unidos en la primera línea del escenario internacional. Pero ahora, concluida la guerra fría, un instinto casi genético lleva a los norteamericanos a refugiarse, una vez más, en su propia cueva.

No se distinguen en esto de la mayoría de los países de la hora actual, obsesionados con sus problemas locales y ajenos a la preocupación internacional. Pero como Estados Unidos es la última gran potencia, una vez liquidada la antigua, URSS, su responsabilidad, su razón y su duda son también mayores.

A Bill Clinton le ha tocado ser el primer presidente de la posguerra fría. Hasta ahora, ha querido darle atención preferente a los problemas internos pospuestos por 40 años de contienda bipolar. Pero desde hoy, y a partir sobre todo de la guerra de la ex Yugoslavia, la crisis financiera mexicana y el proceso de paz en Oriente Próximo y en Irlanda del Norte, el presidente norteamericano parece dispuesto a darle un altísimo rango a la participación internacional de Estados Unidos, arrancarlo del neoaislacionismo, hacerle comprender que, igual adentro que fuera, nos enfrentamos a una agenda

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Un otoño caliente

Viene de la página anteriornovedosa y exigente para la cual no existen leyes previas o cartas de navegación.

A los latinoamericanos nos interesa que Estados Unidos desempeñe un papel internacional equilibrado, sereno, constructivo. El aislacionismo del pasado no ha impedido el intervencionismo brutal en nuestras repúblicas. Hemos sentido las patas del elefante demasiadas veces en América Latina, de Cuba a Chile. ¿No puede Estados Unidos asumir una conducta internacional que no caiga ni en la parálisis del aislacionismo ni en la agresividad del intervencionismo?

Este término medio es el de una nación norteamericana que rija sus relaciones con el mundo a partir del derecho internacional, los tratados y la diplomacia. Fuera de Nueva York, de su calor otoñal, de sus altercados y estrangulamientos, a todos los demás nos corresponde influir sobre Estados Unidos para que, en el siglo XX, nos acompañen en la creación de una nueva comunidad internacional basada en la cooperación y el derecho. Ésta debería ser una meta activa de la hoy por hoy sumamente pasiva diplomacia de la América Latina.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

The New York Times Special Features.

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