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CICLISMO: ASALTO AL RÉCORD DE LA HORA

Entre el convento y el cuartel

Carlos Arribas

La vida que ha llevado Miguel Induráin en su semana de estancia bogotana daría material a más de uno para un trabajo de antropología, para contar qué era eso de los monjes guerreros. Y poetas. El hotel en el que se ha recluido -en las afueras de la megatrópolis, cerca del aeropuerto y del Velódromo; lejos del tumulto y del peligro del centro; a un costado de una gran avenida que, como la mayor parte de las arterias de Bogotá, es pura autovía, sin semáforos, lo que no evita que produzca uno de los tráficos más caóticos conocidos- es a la vez fortaleza militar y convento. Y lugar mundano. Puede que el vestíbulo sea como el pórtico del templo, lugar de mercadeo y cambalache: de información, entre los periodistas; de tecnología, para los técnicos; de productos y noticias para los Nalini, Pinarello o Campagnolo que ahí pasan las horas; de organización para el montaje de la infraestructura del récord. Puede que la recepción, una vez pasados los discretos controles policiales, sea puro trajín. Pero en ese espacio Induráin no ha permanecido más de 10 segundos al día, lo que tarda en llegar desde la puerta hasta el ascensor. Lo que a él le interesa, el noveno piso, su habitación, es otra cosa. Eso es el Jugar ideal para dedicar 20 horas del día al recogimiento en compañía de Prudencio, su hermano solidario. En la puerta, siempre, dos guardaespaldas de la renuncia. Las otras cuatro las dedica a guerrear, a montar en bicicleta, a sacar el máximo rendimiento de la Espada.Los más de 400 períodistas acreditados para el récord que han p asado por el hotel no han visto a Induráin ni en el restaurante, ni en la piscina ni se lo han tropezado. por los pasillos. La historia ha sido el colmo de la reserva, un bien fundamental para su tranquilidad y reposo. De otra forma no habría sobrevivido al acoso mediático. ni al de los cazadores de celebridades. Y luego, qué horario ha llevado.

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Recogimiento

No se sabe si ha ido al coro a cantar los maitines, pero a la hora de esa oración sí que se ha levantado. Antes del alba, cuando aún ni están puestas las calles, cuando los noctámbulos empiezan a pensar que es hora de regresar a casa. Y el último día hasta extremó el sacrificio. El sábado se acostó a las nueve de la noche después de cenar a las siete de la tarde. Aunque el día anterior se había levantado a las cuatro de la mañana, hasta evitó la tentación de la siesta para poder tener sueño a las nueve. Todo, para levantarse el domingo a las 3 de la mañana y poder desayunar tres horas antes de saltar a la pista.

Con lo sencillo que le habría resultado todo si le hubiera sido posible buscarse un velódromo cubierto a nivel del mar, un lugar en el que hubiera podido decidir a qué hora asaltar el récord de la hora, un lugar en el que no habría estado pendiente del viento que le obliga a madrugar. Pero todo el sacrificio es necesario por la altitud. Sin él no asistiría nadie a la poesía de la potencia hecha carne y pedaleando sin tregua durante una hora.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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