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Una visita inesperada

Cualquiera de nosotros, apasionados lectores de Stevenson, cualquiera que haya deseado algún día, aun en sueños, conocer las islas del Pacífico ha encontrado al viajero de retorno que dice, desengáñate, las islas de coral huelen a excrementos de ave y pescado podrido, son sucios atolones donde las mareas australes arrojan residuos de petróleo, envases de bebidas mundialmente conocidas, desperdicios de barco mercante, filtros de cigarrillo, colchones destripados, banastas, compresas, todo cuanto el océano civilizado es capaz de recolectar. Después de unos instantes de reflexión el interlocutor asegura no estar tan seguro de ello. Puede tanto la imagen del paraíso que incluso a los profetas del triunfo de la inmundicia les hace dudar. Mururoa, por ejemplo, hallándose en la punta del progreso, puede contar y cuenta entre sus sofisticados servicios con un de partamento de incineración y recogida de basuras que cualquier ciudad europea envidiaría, algo tan incongruente dentro de la finalidad global de sus instalaciones como la orquesta de cámara que recuerdan los sobrevivientes de Auschwitz. El atolón más limpio y mejor mantenido del Pacífico, Mururoa, es al mismo tiempo la caldera de Satanás. El hombre le está echando un pulso a la materia desde que se inició la metalurgia. El viajero de retorno del Pacífico puede ser un ecólogo en el sentido lato. A fin de cuentas el hombre es una fuerza más de los muchos recursos, destructores o no, que posee la Naturaleza. Quienes hayan visitado unos al tos hornos comprenderán la terrible y fascinante experiencia que supone la visión de la Bestia escupiendo miles de toneladas de material fundido con un ronquido similar a un gigantesco rebuzno. También en el alba de la edad de hierro debió ser muy intenso el sentimiento de transgresión. En Mururoa se comprueba la eficacia de los nuevos diseños del arsenal atómico con el objeto de miniaturizar las armas tácticas hasta reducirlas al tamaño de un balín, eso sí, con tres veces la potencia de la bomba de Hiroshima. Todos sabemos que la campaña de experiencias durará hasta el mes de mayo, pero también sabemos que todo lo relativo al átomo es algo más que una cuestión de actualidad. El sentimiento de transgresión es demasiado poderoso. Molokai, la isla de los leprosos. Mururoa, el arrecife nuclear. Parecen dos naipes de algún extraordinario juego de tarot cuyo sentido final desconocemos. Bora-Bora es un vivero de proxenetas en taparrabos y putas con collar de flores. En las altas horas la música hawaiana provoca vómitos de champán. Algún día, concluye el torrencial viajero alzando los brazos al cielo con profético acento, algún día todos pasaremos por los rayos X, y el resplandor que iluminará definitivamente nuestras vidas llegará no a través de Microsoft, no a través de 95 para entonces obsoletas Ventanas, sino que llegará del cielo mismo y bajo forma de radiación. El boicoteo de los productos franceses es una táctica mezquina de cámara de comercio. No se halla a la altura de la amenaza. El desafío más sano y vitalista consiste en embriagarse precisamente con vino francés.Hace algo más de un cuarto de siglo los americanos daban por terminadas sus experiencias a cielo abierto en el atolón de Bikini. Entonces la bomba atómica era todavía un embarazoso artefacto, una suerte de obús más cerca de su volumen y aspecto de las minas flotantes de la Gran Guerra que de las elegantes ojivas diseñadas en la actualidad. Todavía reinaba en torno a la experiencia atómica un carácter expiatorio, un aura de arrepentimiento cristiano, y se decía que el piloto del avión que había lanzado la bomba de Hiroshima había renunciado a una brillante carrera, devorado por tos remordimientos, para ingresar en un monasterio cartujo. Quién sabe si algún día en un perfecto broche moral muy vaticano, contemplaremos su beatificación. Cierto general americano se felicitaba en público porque hubieran sido muy capaces de utilizarla. Olvidaba, en su buena conciencia, que precisamente ellos ya la habían sabido utilizar.

Por uno de esos sorprendentes caminos que rigen la vida de las palabras el nombre de las islas Bikini, ya casi olvidado en las hemerotecas, ha proseguido una carrera de considerable éxito en el ámbito de las prendas de baño femeninas. Pero el viajero de retorno, no atento a esas liviandades etimológicas que amenizan la vida cotidiana del autor, prosigue con sus noticias. Lo cierto es que el atolón de Bikini fue esa mínima porción del planeta que recibió los más devastadores y acumulados efectos de radiación atómica que hasta ahora se hayan registrado. El anillo de coral se convirtió en una arrasadora imagen geográfica, reducido a ceniza, más aún, vitrificado, aislado, en el inmenso Océano lo mismo que hubiera podido hallarse en el espacio sideral. De eso hace algo más de veinticinco años y sin embargo las noticias son curiosamente alentadoras, que si bien no ponen en tela de juicio la capacidad destructora de los hombres, al menos limitan su proyección en el tiempo. En el atolón de Bikini ya germinan ciertas plantas salicáceas, el coco de mar ha echado raíces arrastrado por las corrientes, y parece que se adapta el gingko, ese árbol arcaico que demostró en Nagasaki su capacidad para resistir dosis elevadas de radiación. Ello hace pensar que existe una energía de un orden superior que sobrevivirá a la especie humana, prosigue el viajero, y nuestro paso por la tierra quedará marcado por el monumento más grandioso y siniestro que han visto los siglos, y no se refiere a las pirámides de Egipto, sino al gigantesco túmulo que recubre la central de Chernóbyl.

De paso por Madrid el viajero admira nuestro parque del Retiro. Alaba el Jardín Botánico y los cedros añosos del Museo del Prado. Evoca otros jardines y parques, Central Park, el Jardin des Plantes, el Tiergarten, Hyde Park... Esas reservas botánicas exhiben su energía concentrada en la lenta explosión de primavera. Si algún día nuestras ciudades se ven en ruinas y desaparece o se reduce al mínimo la vida humana, ésas son las reservas a partir de las cuales la selva nos volverá a colonizar. Oscuramente el hombre lo comprende, de ahí que se mantengan los parques entre rejas en las grandes ciudades. Es el bios, la irresistible potencia de la naturaleza encerrada en un grano de cereal. Su energía en el tiempo es mucho más poderosa que cualquier explosión nuclear.

El viajero concluye y demuestra un interés distraído y cortés por aspectos más prosaicos de la vida. ¿Y cómo está tu país? Un ex banquero de pocos escrúpulos y muchos megatones está dejando una imagen arrasada de la vida institucional. Los cazadores de talentos del Gobierno han sido expertos sembradores de minas en el propio terreno. Esto parece el atolón de Bikini, pero se espera, no se sabe si 28 años, que por alguna parte vuelva a germinar.

Manuel de Lope es escritor.

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