Luto y memoria
El pasado agosto estuve en Alemania, trabajando en las bibliotecas de la Universidad de Gotinga y en el Instituto para Estudios Históricos que lleva el nombre del gran físico, ser humano y profesor de Gotinga que fue Max Planck. Mi principal propósito era leer los importantes estudios alemanes de las tres últimas décadas acerca de la historia de Alemania y Europa del Este en el siglo XX. Leo con facilidad el alemán, pero no lo hablo ni lo entiendo con fluidez. Los bibliotecarios locales están acostumbrados a manejar datos en inglés, pero no a hablar el idioma ni a que les hablen en él, así que casi siempre nos comunicábamos mediante frases cortas acompañadas de sonrisas y abundantes gestos.Por tanto, me sentí bastante sorprendido y complacido cuando el personal de la biblioteca me invitó a pasar un día de excursión. Entendí que consistiría en un viaje en autobús, un paseo no muy largo y una comida en un restaurante. También entendí que me estaban diciendo que llevara un jersey gordo porque en algún momento haríamos una visita a un lugar bajo tierra. Pero no me di cuenta de qué clase de excursión se trataba hasta que no estuvimos allí. Nuestra excursión era al monumento conmemorativo (Gedenkstaette) de los trabajadores penitenciarios que habían sido despiadadamente explotados, y que habían muerto en su mayoría por exceso de trabajo e inanición en la base militar secreta de las montañas de Harz. Allí fue donde los alemanes construyeron los primeros misiles no tripulados, el "arma secreta" con la que Hitler todavía esperaba ganar la guerra a finales de 1944, cuando sus ejércitos estaban en retirada en todos los frentes.
La base de misiles, empotrada en una ladera de la montaña poblada de árboles, se abastecía a través de una única vía ferroviaria. En el amplio espacio abierto frente a la entrada del campamento, al que los prisioneros llegaban en vagones de carga y donde se congregaban cada mañana cuando pasaban lista y asignaban el trabajo, los constructores del monumento conmemorativo habían colocado inmensos bloques de granito, dedicados a los trabajadores judíos, gitanos, rusos, franceses y belgas que habían muerto allí. Después de contemplar estas piedras y oír la descripción que daba el guía de los alojamientos (si es que se les puede llamar así), de las raciones de hambre y de la rutina diaria, vimos un documental que incluía la filmación realizada por los nazis de la fábrica en funcionamiento y las fotografías tomadas después por periodistas rusos y norteamericanos.
Vimos los rostros atentamente sonrientes de los científicos del cohete principal, Werner von Braun y sus colegas, que un año después quedaron eximidos de todos los procesos de desnazificación y fueron llevados a Estados Unidos, donde aportaron conocimientos esenciales para el desarrollo de la tecnología de misiles norteamericana. En el noticiario alemán enseñaban la fábrica a Heinrich Himinler, jefe de la policía secreta y de la administración del campo de concentración, que sonreía con cautela. En la filmación de los aliados vimos las expresiones horrorizadas de los soldados rusos cuando evacuaban a los supervivientes en camillas y oímos la tensa y airada voz del general Eisenhower condenando la barbarie sin precedentes perpetrada en la tierra desde la que sus antepasados habían emigrado a EE UU.
Después de la película paseamos por los restos de las barracas y seguimos el camino hacia el crematorio, ahora un museo en el que se pide a los visitantes que permanezcan callados. En el museo se mostraban ejemplos de la maquinaria utilizada para construir los misiles, fotografías de los trabajadores, demacrados, con el uniforme de la prisión, guardas con perros sujetos con cadenas, y el ingenioso y extremadamente complejo camuflaje que protegió el lugar de los bombardeos de los aliados hasta mediados de 1944. Del crematorio fuimos a la fábrica subterránea, una larga construcción tubular perfecta en sus dimensiones geométricas, que había sido construida por prisioneros que trabajaban a una temperatura constante de siete grados y que sobrevivían una media de tres a cuatro semanas desde su llegada.
Los ánimos en general estuvieron bajos durante la visita al Gedenkstaette, pero de vuelta en el autobús, con aquellos bellos paisajes agrícolas deslizándose a nuestro paso, recuperamos nuestro humor festivo. Nuestro siguiente destino era la ciudad de Stolberg, una de las muchas que pretende haber sido el lugar de nacimiento de Thomas Müntzer, el reformador protestante radical que fue martirizado en 1525 por encabezar una rebelión de campesinos. Allí almorzamos una comida caliente razonablemente sabrosa y después dimos un corto paseo hasta un santuario católico en las colinas boscosas que se ciernen sobre la ciudad.
Me sentí avergonzado y conmovido a la vez por el fuerte ambiente de penitencia que se respiraba entre estos bibliotecarios, profesores, administradores y becarios invitados. Tras un terrible silencio de unos 15 años después de terminar la guerra, los alemanes habían decidido construir estos monumentos conmemorativos y visitarlos en una especie de peregrinaje; y como en todo buen peregrinaje, combinar el calor humano y el compañerismo con un serio ánimo de reflexión. Pero esto no era penitencia por lo que los romanos habían hecho a Jesús de Nazaret hace dos mil años. Esto era penitencia por lo que sus padres y abuelos habían hecho a los judíos, los gitanos y los eslavos hacía apenas cincuenta años.
¿Masoquismo? ¿Lágrimas de cocodrilo? ¿Gestos inútiles después del daño fatal? Todos sabemos que hay una minoría de neonazis que queman las casas de los emigrantes turcos y que a veces afirman que el holocausto nunca ocurrió. Pero no dudé de la sinceridad y el auténtico sentido de peregrinaje de estos empleados, de clase media en su mayoría.
Una de las secretarias que hablaba algo de inglés me dijo en un momento dado: "Me siento muy avergonzada de ser alemana. Me pregunto si debemos enseñar estas cosas a nuestros invitados extranjeros". Le dije que todo el mundo conocía las cosas horribles que habían sucedido entre 1933 y 1945, y que era más digno y más conciliador reconocer la verdad en comunión con gente de todas las naciones. "Ah", replicó, "eso es lo que dice el profesor para el que trabajo. Dice que tenemos que seguir recordando, que debemos enseñar estos monumentos a los alemanes y a los turistas para demostrar que hemos aprendido y que esto no debe suceder otra vez".
De hecho, este monumento a los trabajadores penitenciarios asesinados no era ni mucho menos el único signo que percibí de la de terminación de reconciliarse de forma honesta y abierta con lo que en los primeros años de la posguerra se denominó "die un bewältigte Vergangenheit", el pasado no superado. Había una "Judenstrasse" (calle judía) en casi todas las ciudades que visité. En Worms, donde católicos y protestantes, ejércitos franceses y ejércitos alemanes, se habían matado brutalmente unos a otros durante varios siglos, en las astas más altas y destacadas del Ayuntamiento ondeaban las banderas de los vecinos pequeños de Alemania: Bélgica, Holanda y Dinamarca... y la bandera de Israel. Y en la iglesia -protestante en la que Martín Lutero (un propagandista apasionado contra los judíos) dio un sermón en una ocasión, una de las vidrieras que sustituyen a las que fueron destruidas por bombardeos aéreos durante la II Guerra Mundial muestra de forma prominente la imagen de un menorah, candelabro religioso de los judíos. En resumidas cuentas, me recordó la forma en que los norteamericanos conmemoran la herencia india un siglo después de haber saqueado al pueblo al que ahora honran. Aunque los gestos de respeto no pueden borrar los crímenes del pasado, desempeñan un papel válido a la hora de crear una atmósfera de mayor tolerancia sin la que la raza humana no puede crear un futuro decente.
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