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Toro de España

La plaza es cuadrada y prehistórica. Sobre el graderío de piedra y la arena de ceniza cae el sol del verano, joven y persuasivo. En las gradas habla, se agita, se mueve inquieta, impaciente, desasosegada, una muchedumbre cada vez mayor, que accede a la plaza por todas partes. De pronto suena un cohete y el rumor se convierte en grito, en alarido regocijado y placentero. "Ya, ya", se frota las manos un espectador de mediana edad. Luego suena otro cohete y luego otro. El aire es duro y transparente a la vez cuando un clamor agudo consigue perforarlo. A la plaza sale al fin el esperado, el deseado, sí: un toro blanco con manchas negras, grande y tranquilo, al que no parecen afectarle mucho los gritos populares. Un mozallón con el torso desnudo y un palo se le acerca por detrás y le golpea en el lomo: el toro se revuelve, pero ya el mozallón ha huido. Luego se le acerca otro, éste vestido, y el toro se le avecina, aunque el desafiante se sale por pies del riesgo. Se sale y mira sonriente hacia las gradas. Al toro se le ve distraído, como en otra cosa, y cierta confusa decepción parece apoderarse de la muchedumbre. "Vaya manso que nos han echado", murmura el espectador de edad mediana. "Los cabestros, los cabestros", se grita a coro. El grito es una orden: los cabestros asoman enseguida sus testuces humildes, sus movimientos desilusionados y sonoros. El toro se niega al principio a seguirlos; los cabestros insisten y, por fin, consiguen sacarlo de la plaza. El espectador de mediana edad augura satisfecho: "Dentro de tres horas éste, no lo cuenta".A partir de aquí todo es muy rápido.: el toro da la vuelta a la plaza y sale hacia los llanos enormes y calientes, que se columbran desde la plaza, seguido por una cohorte de coches desvencijados (requisito al parecer importante) y de tractores llenos de polvo que se lanzan tras él y con él por los campos. Durante tres horas le pegarán, zarandearán, atosigarán, empujarán, embestirán, hasta que ya él no pueda más, se caiga y se levante con dificultad, vacile caduco y herido y, al fin, alguien piadosamente le descerraje tres tiros y ya no pueda contarlo, como pronosticaba el espectador de mediana edad.

Este espectáculo, que he descrito sumariamente, ha sido, es, habitual en el verano español. No es barato: en los pueblos pequeños cada vecino paga una cantidad nada desdeñable. Los toros, aun éstos destinados a morir a golpes de tractor y utilitario viejo, siguen siendo caros, aunque los traigan de las ganaderías cercanas, que en buena medida se nutren de esta afición. Gran afición. Las plazas se llenan, los caminos no caben de tractores y de coches. La misma Guardia Civil se ve obligada a regular el tráfico cada vez que hay un festejo de esta índole. Los pueblos programan sus calendarios de toros de modo cuidadoso, para evitar interferencias. Así, coordinados, ensamblados, bien organizados, los vecinos acuden de un pueblo a otro. Se paga por el toro propio, no por el ajeno, pero a todos se los disfruta por igual: se los tortura y se los mata. Los bares y tabernas no dan abasto. Éstas son fiestas interclasistas. Todos acuden a ellas. Viejos y jóvenes: correr al toro diluye el pleito de las generaciones. Jovencitas que las noches de verano saben agitarse al son del rock más duro participan entusiasma das en la fiesta solar y prehistórica. A ningún alcalde se le ocurriría prohibirla: saben que, si lo hacen, tienen los días contados. Interclasismo, sí: fraternidad de los partidos de la izquierda y la derecha en la persecución y muerte del toro por plazas, calles, trochas, llanos, y veredas. Todos hermanados en la matanza colectiva de la vaquilla, del toro. Todos a una, fuenteovejuna de la sangre y la barbarie, porque las noches pobladas de toros muertos son más nuestras, más ibéricas, más sosegadas más definitivamente hermosas.

Toro de España, sí. A lo mejor también a éste al que acosan los tractores y los coches viejos y los mocitos valientes, a lo mejor también a éste le rendimos homenaje en ese toro publicitario que nos saluda desde las lomas, junto a las carreteras, y al que hemos indultado por su belleza y por su valor simbólico. Este toro perseguido, escupido, acorralado, tiroteado, al que ensogan, al que ponen bolas de fuego, al que llevan hasta el agua para que sepa lo que es bueno, que un bañito de agua fría siempre sienta bien, este toro es también el del anuncio, guapo, aunque a lo mejor es la peor alimentado. Este toro es el negro de los pantanos de Alabama a quien cazan los nazarenos del Ku-Klux-Klan. O el rojo, los rojos, que, dicen, lidiaron y estoquearon en la guerra civil.

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La España castiza se ha reído siempre de las campañas antitaurinas, contra las corridas. Y casi dan ganas de darle la razón (sólo ganas, desde luego). Porque al lado de estos la corridaluego). Porque al lado de estos festejos pueblerinos la corrida de toros es un minué de hombres y cuernos, un vals de oros, calzas rosas y alamares, un baile regulado y de salón, donde los bailarines han de cumplir unas reglas: las suertes, los tercios, los tiempos, las artes del capote y la muleta; donde se oficia un ritual que se despliega en figuras bien diversas y que pueden ser hermosas, y donde, pese a la desigualdad evidente con que luchan hombre y toro, éste tiene ciertas posibilidades de resta blecer una confusa justicia. Aquí, no. Aquí el lidiador se trueca en el honrado vera neante que se solaza con las tres horas que le quedan al toro para no contarlo. En el valiente mozallón de pecho desnudo que por detrás le pega un palo al toro en el lomo. En los intrépidos jinetes que lo acosan, derriban, escupen, orinan y rematan desde los utilitarios y los tractores. Si por un azar remoto el toro lograra llevarse por delante a alguno de sus verdugos, ay del triste alcalde, pues el culpable sería él, porque el toro era demasiado viejo y estaba enseñado, porque los caminos no estaban bien elegidos, porque alguien tenía que haberse llevado al toro a otra parte... Pero no se preocupe el alcalde, que eso no ocurrirá. Aquí, en tres horitas "éste ni lo cuenta".

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