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Aquí y ahora, en pleno declinar manso del verano, el cielo de Madrid se transforma en su extensión y hondura. Del quemado estío que semanas atrás amilanaba el techo de la ciudad con su neblina, el cielo de Madrid pasa a convertirse estos días en escenario de un fenómeno que se adueña de él por completo. Es un hecho visible por casi todos; basta con elevar la mirada y detenerse a contemplarlo un momento.Ya al finalizar agosto hubo un preludio que anunciaba algo grande. En las primeras semanas de septiembre, la sorpresa llega cada año. Algo sucede arriba, entre las nubes de espuma que decoran móviles el cielo quieto de Castilla: es una explosión de luminosidad y de penumbra con la que la naturaleza invita a Madrid a espejarse en sí misma y recordarse que es bella, que vive.

Comienza entonces a irradiar por doquier una suerte de claridad que nadie sabe de dónde surge. Pero en su trayecto vuelve a dibujar los rostros de las gentes y los perfiles de las cosas con las aristas nítidas de sus contornos, para abrazar luego la espalda de personas y de objetos, a los que baña de su sombra fresca y de su aliento.

Parece también como si encima de los tejados de Madrid y entre las manzanas de casas de sus calles se instalara ahora un gigantesco dado de hielo, transparente y fresco, que permitiera graduar con precisión nuestros ojos para permitirnos bucear en las miradas de los demás, en el espacio de la ciudad también y trascender así los límites que nos cercan durante el año casi entero.

Para algunos quizá sean los chopos de las riberas del Guadarrama y del Henares los que inunden el cielo con el relumbrón de los espejuelos de sus hojas verdes; tal vez para otros sean las rocas de Abantos, La Pedriza o el distante Montón de Trigo. las que troquelen las nubes con nuevas formas de plomo y gasa.

Pero, sea lo que sea, Madrid, en esta etapa del año, se baña de una luz singularmente suya, que no existe en parte alguna del mundo, salvo aquí, donde coexiste con una penumbra fresca, también nuestra.

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