Mea culpa del olvidadizo
Me acaban de devolver en el cine Vergara una billetera con 21.745 pesetas, un día después de haberla perdido, lo que consigno aquí con inmodestia porque me parece un suceso extraordinario. Cuánto más extraordinario por ser la cuarta vez que me sucede, en otros tantos cines, y las cuatro veces me la han devuelto sin ni siquiera sugerir una recompensa. Y como dice Goldfinger, uno de los mejores enemigos de James Bond (mejor es aún en las novelas que en el cine), "Ia primera vez es azar, la segunda coincidencia, y la tercera, enemigo en acción".Pues bien: esta es la cuarta. La quinta, en realidad, si contabilizo la vez que perdí en un restaurante de carretera en Colombia una cámara Pentax, producto de todo un verano de trabajo. Me di cuenta horas después, cuando pasada la medianoche llegaba a Bogotá, tan lejos del restaurante que estábamos ya en otro clima. "Ni te molestes en ir a buscarla", me dijeron mis amigos: "Esa cámara equivale al sueldo de un año de los camareros de ese restaurante". Pero furioso conmigo mismo, decidí castigarme y volver al restaurante, a varias horas de distancia. Entré, le pregunté a la camarera que nos había servido, ella se dio la vuelta sin pestañear y me trajo mi cámara de rico con la misma naturalidad que si me trajera un tinto, que es como llaman en Colombia a algo vagamente parecido a la dinamita en vena que nosotros llamamos café. El tinto arma la probabilidad más verosímil de que el Jardín del Edén se encontrase allí, entre los 1.000 y los 2.000 metros de altura, en los húmedos cafetales colombianos. Tampoco ella reclamó recompensa.
Dirán ustedes que soy un olvidadizo rayando en la imbecilidad y, cuando me sucede, yo también pienso lo mismo, y más. Lo que pasa, y esa no es excusa, lo sé, es que soy incapaz de sentarme correctamente en un cine, lo cual, aparte dé regaños de madres, novias y esposas a lo largo de la vida -y de acomodadores, ahora que me acuerdo- tiene el inconveniente de que puedo perder la billetera en uno de los agitados cambios con que mis posaderas siguen las emociones de la película. Y es inútil pedirme que compruebe si llevo todos mis, objetos personales, como dicen en el lenguaje plastificado de los aviones, pues al cine ideal, le sucede lo que al whisky ideal, que debe dejar al espectador sin la capacidad de comprobar nada. (Y esa podría ser una primera norma para los críticos).
Naturalmente todas estas son palabras para quienes piensen que hay algo extraordinario en el hecho de que a uno le devuelvan una billetera con 21.745 pesetas. Quienes estiman que así debe ser y no le dan mayor importancia tienen razón, pero entonces vivimos en mundos distintos y harían bien en leer otra cosa. En cuanto a mí, llegada la quinta vez en que me devuelven dinero o cámaras como quien devuelve un sombrero viejo y demasiado grande -aparte de las otras muchas veces en que el tendero, el taxista o la heladera me han llamado para corregir el cambio hacia arriba-, he de pensar que o bien he nacido bajo la confluencia de Marte con Saturno y tengo un gran destino impreso en la estrella de la mano, o aquí, como diría Goldfinger, "hay enemigo en acción"; o sea, gato encerrado.
Toda vez que mi gran destino no se manifiesta, no se manifiesta en absoluto, quizá ocurre lo del gato, que en una palabra se resume en la siguiente frase: "Nos han engañado: no somos tan malos". O por lo menos "tan ladrones". Pido perdón adelantado por el extraordinario tópico que voy a soltar: leyendo los periódicos, muchos creen que o bien el mundo exterior está formado por canallas y narcisos, o bien los periodistas somos incapaces de ver otra cosa. Ya está dicho.
Yo no lo creo así. Creo que los personajes que aparecen en los periódicos son a menudo más canallas de lo que nos atrevemos a contar, o mucho más narcisos, pero sé también que las rutinas y las frases hechas del idioma periodístico, a menudo ajenas al matiz, son también en buena parte el aceite sin el cual no sería posible el milagro de levantar semejante catedral como es un periódico, cada 24 horas, de las cenizas del tiempo ido.
Claro que hay gente honrada. Seguramente es la inmensa mayoría. Por eso mismo su comportamiento nos parece de cajón, no lo contamos ni lo escuchamos, y cuando nos decidimos a enterarnos de él, nos sorprende. En el fragor del escándalo y el espectáculo como sistema de vida, tendemos a olvidar la honestidad.
La película del cine Vergará, Más allá de Rangún, cuenta la historia de una médica atormentada por un pasado terrible en su mezquindad y absurdo, que busca el olvido en un viaje turístico por Asia y, por una de esas casualidades, se encuentra con la obscena evidencia de la tiranía militar birmana (que aún dura), pero sobre todo con la extraordinaria calidad de la gente que la padece.
¿No es el argumento una coincidencia extraña? ¿Qué diría Goldfinger?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.