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Tribuna:LA CRISIS POLÍTICA
Tribuna
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Después de navidades

Cuando Margaret Thatcher tuvo que pasar por de amargo trago de sondear a sus ministros y medir los apoyos con que contaba para enfrentarse en segunda votación a Michael Heseltine, uno de ellos le dijo que sus posibilidades de triunfo aumentarían- si prometía abandonar el cargo después de navidades. Ofrezca usted una fecha precisa para irse, le dijo otro de los ministros. Thatcher sabía bien algo que ningún político puede olvidar: que el poder se tiene o no, pero nunca de manera interina. Cuando la presión para abandonar es tan fuerte que hay que señalar una fecha exacta de dimisión en un futuro más o menos próximo, automáticamente se entra en una situación de debilidad que de forma inevitable se agudiza a medida que pasan los días. Thatcher comenta: "Rechacé la sugerencia pero quedé muy agradecida por la diversión". No fue a la segunda vuelta y presentó a la reina su dimisión.Este Gobierno nuestro de cada día está en crisis desde hace un año y, como no era difícil de prever, cualquier movimiento para ganar tiempo no hace más que agravarla. En política, las crisis suelen obedecer a una desafortunada mezcla de decisiones erróneas tomadas por los actores políticos sobre el telón de fondo de un sistema reglado que actúa como límite y que reduce la libertad de corregir sobre la marcha el rumbo de las cosas cuando se ha torcido. Generalmente, se trata de un cúmulo de errores sobre determinándose unos a otros, pero si hubiera que señalar la decisión que ha bloqueado en este caso la posibilidad de una salida razonable, habría que elegir el momento en que dos de esos actores fijaron una fecha de disolución anticipada de las Cortes Generales. Esta fue una decisión insólita en una democracia parlamentaria, en la que las confianzas se conceden o se retiran, pero siempre en el Congreso y nunca a plazo fijo, de manera que ninguno de los socios pueda convertirse en rehén del otro.

Pero el tipo de acuerdo pactado de forma más bien ver gonzante entre González y Pujol no habría provocado tan alto grado de incertidumbre si no disfrutáramos de un sistema que por buscar una estabilidad a ultranza del Gobierno ha introducido tal rigidez en sus relaciones con el Parlamento que una crisis de Gobierno tiende a convertirse en crisis política general. La Constitución dispone, en efecto, que el Gobierno no necesita más que la mayoría simple para permanecer mientras exige la mayoría absoluta, con nombramiento de nuevo presidente incluido, para derrocarlo, con lo que vuelve ociosa la petición de confianza y hace imposible en la práctica la presentación de una moción de censura. Quizá nuestro sistema evita así las crisis de Gobierno propias de un exceso de parlamentarismo, pero al reforzar tanto el poder del presidente, cuando surge una crisis la hace más profunda, prácticamente irresoluble sin disolver el Parlamento, que era exactamente lo que se pretendía evitar.

A ese bloqueo, con su ruidosa fanfarria de jueces y policías, de espías y ladrones, es adonde hemos venido a parar por la decisión errónea de fijar una fecha de disolución a nueve meses vista, tomada al alimón, privadamente, por el presidente del Gobierno y el de la Generalitat. Un sistema político cuidadosamente construido para garantizar la estabilidad de los gobiernos está ayudando en la práctica a mantener un Gobierno en situación de crisis permanente. ¿Qué hacer entonces, una catarsis, como algunos proponen? Catarsis ya hemos tenido unas cuantas en nuestra historia, con ríos de sangre incluidos. Antes de comenzar los preparativos de otra, quizá no estaría de más probar con la única iniciativa constitucionalmente correcta que queda a mano para poner fin a la crisis y luego, así que pasen las navidades, iniciar un tranquilo debate sobre los títulos IV y V de la Constitución, pues el híbrido de presidencialismo y parlamentarismo que nos dimos en 1978 no acaba de funcionar.

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