Opiniones de una cabra
Señor director de Espectáculos. Ayuntamiento de Madrid.
Muy señor mío:
La que suscribe, Serafina, mamífera rumiante de la gran familia cabruna, natural de El Escorial y residente en Manoteras, de 25 años, soltera y madre de dos hijas, artista de variedades en el elenco del músico ambulante don Silverio Jiménez Expósito, se dirige a usted para manifestar lo siguiente:
Como todas las cabras, servidora tira al monte, pero, a mí me tira la farándula. Llevo más de cinco años actuando por Madrid, aunque no en teatros ni cabarés, sino en la calle y a plena luz del día. He cosechado aplausos en todos los barrios, principalmente Vallecas, Ventas y Estrecho. Me vitorean gentes de toda condición. Amo a Madrid como a mí misma. Somos cinco animales en el tinglado: don Silverio, que toca la trompeta y presenta el espectáculo, su mujer, Eladia, que rasca el pandero con fluidez e ignorancia; su hija Magnolia pasa el platillo; un mono estúpido y rijoso, de nombre Vicentín, hace el indio vestido de sevillana y practica el onanismo con desvergüenza en presencia de menores y señoras de edad. (El primate y una servidora somos polos opuestos, pero hemos intercambiado algunos caracteres: él está siempre cabreado; yo, la verdad, soy muy mona). Ejerzo de acróbata en una escalera portátil y permanezco altiva en su cumbre, cual diosa de Hollywood, hasta que don Silverio me ordena que descienda.
Me han dado palos, pero paso mucha risa. Soy cínica, pero no insolente; escéptica, pero no triste; estoica, pero con cuerpo de jota. No me fío un pelo de la humanidad, pero tampoco abomino de ella, porque, al fin y al cabo, esto es lo que hay. Nací y me crié en un convento de El Escorial. Mientras pastaba en el huerto, escuchaba por la ventana lo que se decía en las aulas de los frailes. Luego, lo rumiaba. En suma, señor mío, sé latín. Todo lo cual me acredita para embestir con tres cornadas cautelares, a saber:
1. En nombre de todos los rumiantes del universo, le sugiero que sea retirado cuanto antes ese simulacro de monumento a las cabras que hay en Arturo Soria. Cuando paso por allí, se me erizan los cuernos. Eso no es una estatua; es un cadáver maquillado por taxidermistas.
2. Están desapareciendo de nuestra ciudad las compañías de músicos ambulantes con cabra (el mono es prescindible). Ya sólo quedamos cuatro o cinco. Hay subvenciones para todo tipo de saraos, pero las cabras no recibimos un duro del Ayuntamiento, ni siquiera una palmadita en los cuernos. Sin embargo, nosotras llevamos muchos siglos impartiendo ternura, pasodobles, circo, melancolía y risas por la vía pública. Madrid, durante el día, se está convirtiendo en una ciudad crispada, triste incluso. Hacen falta saltimbanquis, volatineros, charlatanes, zíngaros, chuchos disfrazados de futbolistas, pasacalles, dianas floridas, titiriteros, rapsodas de esquina y, por supuesto, muchas cabras. En definitiva, necesitamos gente que haga el oso a la sombra de un madroño.
3. Ya va siendo hora de que al madrileño se le deje de llamar gato. El gato es un animal de malas compañías, sátrapa de bigotes, felino de lupanar, insolente, pretencioso y privado del sentido del humor. Propongo que a los madrileños se les llame cabras. Aquí se concentran miles de seres que tienen algo de cabrito o cabrita; otros tantos están como chotas; abundan también las cabras en aumentativo masculino. Científicos japoneses han descubierto que mascar chicle es el mejor remedio para permanecer despiertos, mejor incluso que la música, la conversación y el ejercicio físico. Pero mascar es muy parecido a rumiar. En consecuencia, para que no te tomen el pelo, para andar espabilado, hay que ser un rumiante. De todo lo cual se colige que parecerse a una cabra es una de las pocas cosas cuerdas que se puede hacer en este mundo, como ya descubrió Erasmo de Rotterdam, que era un hombre de Dios. Y hablando de Dios: bueno, adiós.
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