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Tribuna:INVESTIGACIÓN DE LA GUERRA SUCIA
Tribuna
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El derecho penal es una de las ramas jurídicas que especialmente ennoblecen al derecho; y es, también, la que de manera más notoria ha experimentado el efecto de la Ilustración; hay un antes y un después de las ideas revolucionarias que mejor que nadie expuso el marqués de Beccaria, en el siglo XVIII, exactamente en 1764 (aunque primero lo publicó como anónimo). Esta revolución afectó a la sustancia del derecho penal, delitos y penas, y al procedimiento, que en materia penal es especialmente sustancial: culpabilidad, responsabilidad, legalidad, adecuación de la pena, presunción de inocencia, eliminación de la tortura, eliminación de la pena de muerte. De Beccaria seguimos viviendo, y todavía el Beccaria pleno es un desideratum no conseguido. Esta noble disciplina se concreta en reglas aburridas, en tecnicismos más o menos complejos, en un hacer a veces enrevesado, que tiene un soporte, sin embargo, más que loable: evitar que un inocente sea condenado. La tramitación en que consiste el proceso penal es esencialmente garantista. Esto es así hace decenas y decenas de años, pero ha adquirido especial refuerzo y soporte real con la Constitución. Esas garantías se aprovechan por los no inocentes para esquivar, en numerosas ocasiones, la acción de la justicia, o diminuir su posible gravedad. Y hemos de padecer la impunidad de algunos culpables con tal de evitar la condena de un solo inocente (lo que ni así se consigue de modo absoluto).A pesar de tantas garantías, se considera que para algunas personas son insuficientes, y, en esta materia se han establecido privilegios, que no son gratuitos en su globalidad, pero que tampoco son totalmente razonables; unos son de fuero, ciertas personas que ocupan cargos políticos, no quedan sometidas al juez Garzón de turno, pongamos por caso, sino sólo a más altos tribunales, porque la justicia de algunos políticamente poderosos es demasiado delicada para ponerla en manos de cualquier juez; otros son de procedimiento, ¡pero qué procedimiento!: un diputado o senador no está sujeto, en realidad, al Tribunal Supremo ni a ningún otro; porque sólo sus pares, diputados o senadores, tienen la llave para que así suceda; sólo si éstos lo autorizan pueden entrar los jueces a conocer del asunto; están sujetos, por tanto, a sus colegas institucionales, no a los jueces. Esta sobrecarga de garantías permite, como se comprende, más habilidades para las defensas: hay que proteger a las instituciones en las personas que las encarnan; pero tiene un efecto adicional perverso: politiza, más o menos, pero siempre demasiado, la actuación judicial penal sobre esas personas, y además la dramatiza: todo ciudadano está sujeto a dos instancias penales, pero cuando se elimina la primera, queda sólo la única, la del mismo Supremo Tribunal.

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Pero si, además, a esa politización que deriva del privilegio se une la que se deduce de la voluntad de transferir a los jueces penales la definición única del bien y del mal, la degradación de lo penal es casi inevitable, y su instrumentación, necesaria. Es una manera de echar en los hombros de los jueces una carga que no les incumbe. En el asunto GAL hay, dicen, 10 u 11 partes personadas (por ahora), lo que supone otros tanto serios abogados y criterios; y, además, las aportaciones desinteresadas del sinfín de picapleitos, leguleyos y rábulas que han proliferado como la mala hierba, fervorosos aficionados, arbitristas de lo penal, que ni siquiera han cursado, a trancas y barrancas, la adecuada facultad; y juzgan de cualquier trámite, minucia o no, del procedimiento, como si se tratara de una cuestión de poder político; aunque pretendan, sólo a veces, disimularlo; lo penal se transforma, para su desdoro, en cuestión de hinchadas o banderías políticas. Y así, pedir un suplicatorio, o no pedirlo, se valora como decisión del Juez Divino, que condena o absuelve a la humanidad. Se está haciendo un flaco servicio al tribunal, a la justicia, y aún al derecho de los privilegiados aun juicio justo. La verdad judicial penal no es la medida de todas las cosas. Y, si se presiona de este modo a los jueces, lo que es casi inevitable cuando el disfrute de la felicidad, o sea, del poder, depende sólo de ellos, mucho menos todavía. Del refugio judicial a, la trampa saducea no hay más que un paso.

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