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La importancia de vivir al día

Corría el mes de septiembre de 1997, cuando Aznar le dijo a su ministro de Exteriores: "Cuidado, que no te veo seguro navegando entre Chirac y Kohl". Tuvo que cesarle en semanas casi a punto para lo que en Bruselas pronto se iba a llamar el nuevo colapso de la Unión Europea. Al contrario de como se diera por supuesto, el frente exterior le planteaba al Gobierno del centro-derecha español más incertidumbres que la actualidad nacional: hervían Melilla y Ceuta, abundaban las escaramuzas comerciales entre los Estados Unidos y la Unión Europea, lo de Castro era como una patata caliente y Pekín expulsaba al director del Instituto Cervantes por espionaje. Aquietados los Balcanes, la brutalidad anárquica afloraba en África, con tantos éxodos y masacres que Europa de nuevo parecía paralizada.En la Carrera de San Jerónimo, Convergéncia i Unió no contaba mucho para un Partido Popular con mayoría suficiente como para no necesitar apoyos fijos. En aquellos días, la novedad parlamentaria era la articulación operativa entre Izquierda Unida -en proceso unificador bajo Anguita- y los portavoces del guerrismo, a menudo ajenos a la estrategia parlamentaria del PSOE. En el país más antimilitarista de la UE, todo valía contra los nuevos presupuestos de defensa, aunque en la OTAN el gasto militar español sólo estuviese por encima de Luxemburgo. Decían los guerristas, sin mucha originalidad: "Más pupitres, menos misiles".

La revelación eran varios novelistas partidarios de examinar la realidad y un nuevo Ortega, un joven profesor de Instituto con pareceres muy sugestivos sobre la invertebración de España. Por primera vez, alguien atinaba al hablar de la desmemoria colectiva. Llevaba publicados dos grandes libros de diagnóstico, -España como descuido, Séneca y la fibra óptica- pero en las librerías triunfaban las memorias de Luis Roldán. Átono, sin tensiones culturales, el país proseguía con la propagación retórica de la modernidad, gastando más en verbenas que en bibliotecas.

En Cataluña, Jordi Pujol se pudo consolar de la pérdida de mayoría absoluta gobernando en la Generalitat con el respaldo de un PSOE-PSC rendido al que ni siquiera había dado unas pocas consejerías para no hostigar más a los democristianos de Unió. Como una dilación explosiva, a las aulas de EGB llegaba el ecologismo-independentista, hasta el punto de que -encarrilado un conflicto tan duradero como el del Ulster- en el País Vasco la guerra de las banderas se instalaba en el día a día, a pesar del declive de ETA.

De todos modos, el tema preferido de los analistas políticos era el desembarco olímpico de una nueva extrema derecha, de la mano de unos líderes jóvenes y desconocidos, con lo que se llama carisma, financiación y una ostentosa carencia de pasado. Eso llevaba a la epilepsia a los estrategas del PP, calentaba los programas de radio y transtornaba muchos clichés conceptuales del consenso; con mayor desasosiego de los jóvenes en busca de modelos de comportamiento.

Después de unos primeros 100 días más o menos expeditivos con un plausible porcentaje de promesas electorales para siempre incumplidas, el Gobierno pronto se supo sin un mandato ideológico preciso salvo como alternancia: como no fuera bajo el descargo de no iniciar reformas que violentasen "la cohesión social", su política económica no podía ser del todo coherente. La economía y el paro estaban mejor de lo que decían los economistas pero desde sus primeras actuaciones el Gobierno, a pesar de las privatizaciones y la austeridad, a veces se asemejaba a un convoy al que en cada estación se añade un exceso de carga. Como argumento contaba la herencia adquirida, por supuesto, pero también no poder o no saber decirle a una sociedad que el Estado no debe gastar cuando la sociedad pretende que cada día gaste más, regocijada con el aumento ininterrumpido del número de asalariados públicos. "¿Pero qué se puede hacer contra el déficit público y el endeudamiento del Estado, cuando la ciudadanía reclama cada día más gasto público, más déficit, más seguridad en todo?", era la queja en cada brainstorming en La Moncloa, a la espera de descubrir la pólvora.

La figura de Felipe González buscaba paisajes de gran lejanía, sesteando en las largas sesiones programáticas, presidiendo incontables coloquios mundiales sobre el futuro de la izquierda en el nuevo siglo. A veces eso pasa por entrar demasiado pronto en los libros de historia. Una fiebre nómada espoleaba a los miembros de la gestora del PSOE, por aquel entonces en peregrinación constante a la alcaldía de La Coruña. Lo del GAL todavía iría a Estrasbrugo y José Barrionuevo firmaba todas las semanas.

El olvido acogía casos como Filesa, el antiguo Cesid, juicios y expropiaciones, al modo de una desmemoria que a la vez fuese ruptura mental, un salto a ciegas más allá de la conciencia del tempo histórico que late en todo reformismo. De pronto, se podía poner de moda la jardinería y muchas parejas prescindían del perro. Los jueces regresaban al anonimato del buen instructor y se anunciaba, en fin, una huelga de estudiantes que querían estudiar.

Le fallaban al Gobierno los eslóganes de alta tecnología, con ministros todavía dispuestos a resarcirse citando versos en lugar de aparecer de cara al futuro, entreteniéndose con los anteojos de la realidad virtual. Así cualquier día se iba a terminar la década de los noventa. Por lo demás, todo esto ocurría cuando el nuevo Ortega ni tan siquiera había estudiado en Alemania.

Valentí Puig es escritor.

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